¿DESIERTO O PANTANO?
Conforme
avanzan los días tristes y exasperantes de la guerra emprendida
por George W. Bush y Tony Blair contra Irak, empieza a desdibujarse una
campaña que fue anunciada por sus protagonistas como una incursión
vertiginosa, aplastante y demoledora de la mayor maquinaria bélica
del planeta contra un país postrado por dos guerras devastadoras,
por una década de draconiano embargo económico mundial y
por la tiranía y la corrupción de sus propias autoridades
nacionales.
Como señaló ayer el periodista irlandés
Robert Fisk en sus crónicas redactadas en el epicentro de la guerra
y reproducidas cotidianamente en estas páginas, el mando estadunidense
ha anunciado en falso la toma de Um Quasr, Basora y Nasiriya, pero en el
sexto día de la guerra siguen llegando datos sobre bajas invasoras
en esas localidades; los mensajes de optimismo de los gobernantes estadunidenses
e ingleses se contrapuntean con frecuentes advertencias sobre una confrontación
"intensa", "difícil" o "prolongada" y, de acuerdo con la información
disponible, en tierras iraquíes pareciera estarse configurando el
peor escenario posible para los agresores, para Irak mismo y para el mundo
en general: una guerra lenta, encarnizada y mortífera.
Hasta ahora, además de la inesperada resistencia
encontrada por los soldados invasores -que debe ser contrastada con las
previsiones de Washington de que las fuerzas de Irak podrían rendirse
sin disparar un tiro ante los primeros efectivos extranjeros que tuvieran
a la vista-, hay dos factores políticos fundamentales que dificultan
el avance angloestadunidense sobre Bagdad: la manifiesta ilegalidad de
la incursión armada, subrayada por diversos gobiernos, organismos
y movimientos del mundo entero, así como la clamorosa y permanente
protesta planetaria por la agresión injusta y criminal de la que
están siendo víctimas los iraquíes.
Ambos factores se entremezclan y se potencian mutuamente
para reducir en forma drástica los márgenes de maniobra de
los ejércitos extranjeros en la nación árabe, que
se suponían preparados para una guerra relámpago en el desierto
y que ahora parecen, en cambio, adentrarse en un pantano imprevisible y
sumamente peligroso para los intereses políticos, económicos
y diplomáticos de sus jefes máximos. En suma, las fuerzas
de Washington y Londres parecen repetir en Irak tropiezos similares a los
que sufrieron sus gobiernos cuando pretendieron uncir a la ONU a su programa
de agresión militar: lo que originalmente parecía ser una
sencilla maniobra de cooptación de voluntades y soberanías
en el Consejo de Seguridad se convirtió a la postre en una significativa
derrota diplomática. No hay que olvidar que la incursión
armada subsiguiente tuvo ese fracaso monumental como punto de partida.
Podría parecer un tanto extraño, cuando
la captura de Bagdad se vuelve un tanto incierta, cuando las bajas de las
fuerzas estadunidenses e inglesas se multiplican en forma inquietante para
sus gobiernos, que Washington no se decida a emplear a fondo el abrumador
poder de destrucción del que dispone y se vea obligado a emplear
sus tropas en escaramuzas sangrientas y un tanto aisladas. Pero el arrasamiento
puro y simple de las ciudades iraquíes por medios aéreos,
siendo técnicamente posible, implicaría obligadamente, a
pesar de las cacareadas armas inteligentes y del supuesto carácter
"quirúrgico" de la campaña, un genocidio de enormes proporciones,
al que George W. Bush no puede darse el lujo de recurrir en las condiciones
actuales, no por principios humanistas o morales de los que carece, sino
porque semejante acción multiplicaría el actual repudio de
gobiernos y sociedades -incluido un importante sector de la estadunidense-
en contra de la Casa Blanca y sus operadores, consumaría la fractura
entre Washington y sus aliados históricos -empezando por Francia
y Alemania-, costaría el empleo a Tony Blair e incluso podría
colocarlo, junto con su jefe texano, en situación jurídica
de ser procesado por crímenes de guerra.
Sin embargo, los predicamentos de los soldados estadunidenses
e ingleses en Irak no necesariamente abren buenas perspectivas. Por el
contrario, si persisten o se incrementan las dificultades de los efec-tivos
angloestadunidenses para avanzar hacia Bagdad, y si una vez llegados a
las afueras de la capital iraquí se topan con una resistencia considerable,
la desesperación de Bush podría conducirlo al arrasamiento
de las principales ciudades iraquíes con todo y sus habitantes.
Ante esa perspectiva infernal, pero posible, es necesario que las sociedades
y los estados intensifiquen las expresiones de repudio contra Bush y Blair
hasta obligarlos a sacar a sus soldados de Irak e impedir de esa forma
la muerte de decenas o centenares de miles de iraquíes y también
la de miles o decenas de miles de soldados invasores.
|