John Ross
En llamas en la Bagdad de la Bahía
San Francisco, 25 de
marzo. La frontera de Tijuana era un dechado de solidaria humanidad, como de costumbre, la tarde del viernes, cuando crucé de sur a norte disfrazado del típico* turista por un día y armado sólo con una delgada botella de mezcal Gusano Rojo y una piñata de adorno para establecer mi identidad de ciudadano estadunidense.
En la era posterior al 11 de septiembre de 2001, el puesto fronterizo de Tijuana está un poco más ordenado y vigilado, pero sigue siendo el cruce más resbaladizo del mundo, en el que cada año pasan millones de personas como canicas de pinball del primero al tercer mundo y viceversa, al ritmo de 35 mil por día (más los viernes).
Las filas de los que tratan de llegar a la alta California salían serpenteando por la puerta trasera, acercándose inevitablemente al temido puesto de control de la Migra. Ahora hay más máquinas de rayos equis y las personas intercambian murmullos de fastidio en español mientras aguardan en la cola* : el paso tenía mucho de ocasión festiva antes de que la seguridad de la patria se volviera el tema dominante.
Se me hizo un nudo en la garganta cuando me acerqué a la ventanilla de la Border Patrol.
-Ciudadano estadunidense -presumí como en los viejos tiempos, sin mostrar una sola evidencia que avalara mi dicho.
-Le creo -bostezó el agente y con un ademán me dejó entrar en Bushualandia.
Mi aparición en la frontera mexicano-estadunidense obedecía a la necesidad de evadirme de una posible persecución judicial fundamentada en la Ley Patriótica. Acababa de regresar de Bagdad, donde estuve tres semanas como escudo humano, lo cual es un crimen de guerra según el secretario de la Defensa, Donald Rumsfeld, criminal de guerra él mismo. Mi ruta de retorno me trajo por Ammán, Estambul, Londres y la ciudad de México, rodeo que me causó un ataque terminal de mareo de jet y me dejó en la chilla. En mis viejos rumbos de la ciudad de México, donde estoy en casa, pude encontrar unos minutos para tomar café con leche* con los compañeros* en la barra del Café La Blanca, todos los cuales habían seguido nuestras aventuras de escudos humanos en Irak mediante mis envíos a La Jornada. Lalo Miranda, mi compadre* y peluquero, me arregló la desaliñada barba. Lalo tenía claro el asunto: Saddam, que nos acababa de correr de Irak, era como el PRI, el partido que Washington mantuvo en el poder durante siete décadas en México para salvaguardar los intereses estadunidenses en su vecino del sur.
La fecha límite para mis viajes transcontinentales era el mitin contra la guerra del sábado por la tarde en el centro cívico de San Francisco. Desde que cinco organizadores de la acción de escudos humanos, incluido este pobre pecador, fuimos conducidos fuera de Irak, el 7 de marzo, había puesto la mira en el premio de vincular a las hermanas y hermanos de la Bagdad de la Bahía (como la llamaba el vetusto Herb Caen) con el pueblo de Irak y los voluntarios internacionales que habíamos dejado allá. Y ahí estaba yo, dirigiendo unas palabras a un mar de compatriotas cuyo número algunos estimaban en 50 mil, y las palabras salían rugiendo de mi garganta como si mi cuerpo no fuera más que un mensajero.
"šLes traigo el saludo y la solidaridad de los trabajadores y de 30 escudos humanos emplazados en la refinería de Daura, en Bagdad! šEl saludo y la solidaridad de la docena de escudos humanos emplazados en el almacén de alimentos de Tajie y de otros 20 en la planta de energía del sur de Bagdad! šEl saludo de otra veintena en la planta Aldurah y de 10 más en el camino a la planta tratadora de agua, para no mencionar a los 16 en las instalaciones de la planta tratadora de agua 17 de Abril, todos ellos sitios civiles certificados por la ONU que fueron bombardeados por Bush el viejo! šUn centenar de escudos en Bagdad esperan las bombas de su hijo! šTendrá las manos manchadas de sangre!"
La oscura fachada del edificio federal de San Francisco, una cuadra más allá, se alzaba sobre el atestado centro cívico como un monolito maligno. Hace 39 años me arrastraron encadenado a ese lugar y me llevaron al sur para purgar una condena de dos años en prisión por rehusar presentarme al reclutamiento militar; fui el primero de la zona de la bahía en ser enviado a la cárcel por decir "ni madres, no voy" al genocidio que se avecinaba en Vietnam. Llegué a la penitenciaría federal de la isla Terminal en San Pedro, California, el 3 de agosto de 1964. El día 4, el entonces presidente Lyndon B. Johnson contaría al pueblo estadunidense la mentira de que dos patrullas marinas de Vietnam del Norte habían atacado a un buque de guerra estadunidense en el golfo de Tonkin, lo que fue el pretexto para bombardear en tierra firme y para meterle por el culo al Congreso la resolución del golfo de Tonkin, la cual confirió a Johnson y a su sucesor, Richard Nixon, el derecho divino de incinerar a 3 millones de vietnamitas. En el espíritu de esa misma endeblez patológica, el Congreso invistió hace mucho tiempo a George W. Bush de los mismos instrumentos para el genocidio del pueblo iraquí.
Cuando iba yo a la cárcel en aquel verano de hace tanto tiempo, no había nadie en las calles que dijera no a la guerra. Esta vez, millones se han manifestado desde antes que empezaran a caer las bombas.
En la marcha a través del parque Fillmore, el pasado sábado luminoso, estaba yo al pie de la colina de la calle Oak, ruta que cada primavera y verano tomaban los viejos Mobes y Moratoriums que alguna vez buscaron detener la matanza en Vietnam, y observé cómo nuestro número crecía allá arriba, evidencia visceral de lo fuertes que nos estamos volviendo, como si fuéramos un gran hombro.
En todo el planeta, ese hombro ha estado ganando vigor y músculo durante meses. Lo que aquí consideramos la embestida antibélica más significativa desde la década de 1960 se está viendo empequeñecida por el crecimiento exponencial de los números en Europa, más de 3 millones sólo en las calles de España el pasado 15 de febrero. Dos por ciento del pueblo español apoya la guerra yanqui, y sin embargo el jefe de gobierno, el faldero franquista José María Aznar, se ha revelado como el acólito más ardiente de la aniquilación iraquí perpetrada por Bush.
Exhibiendo asombrosa arrogancia y poniendo oídos sordos al estentóreo clamor de la población mundial, Bush, Aznar y Tony Blair se reunieron el domingo anterior en un atolón del Atlántico oriental para escapar de las multitudes pacifistas en las calles y formular su agresión. El ultimátum de Bush fue del más asombroso estilo cowboy. Habló de su carta oculta, vieja expresión texana, como si estuviera jugando pókar cerrado en la cantina del pueblo y ordenara a Saddam y sus hijos estar fuera de Dodge City antes del anochecer, como si el exterminio del pueblo iraquí fuera una chingada nueva versión de High Noon. Por qué los Bushines consideran la fanfarronería del viejo oeste como estrategia de comunicación para dañar el control de la tormenta de mierda de odio mundial que está a punto de abatirse sobre el buque insignia estadunidense es una patética indicación de la esquina imposible a la que el presidente y sus secuaces han empujado a esta nación.
Escuché el ultimátum de Bush durante una vigilia realizada ante el consulado israelí para recordar la vida de Rachel Corrie, la activista de 23 años del colegio Evergreen que fue asesinada por los bulldozers del ejército de Tel Aviv cuando trataba de detener la demolición de una casa en el campamento de Rafah, en Gaza. El bulldozer que pasó dos veces deliberadamente sobre Rachel fue pagado con dinero de los contribuyentes estadunidenses. Mientras el presidente fraudulentamente electo de Estados Unidos golpeteaba al mundo con su desmadre de pistolero, unos cuantos cientos de almas descorazonadas trataban infructuosamente de mantener encendidas sus velas en creciente oscuridad. La imagen del rostro de Rachel Corrie permaneció colgada de la barda de la estación BART de la calle 24 durante dos días después de eso, azotada por el fuerte viento de primavera y acompañada por dos ramos de flores amarillentas.
Rachel era la mejor de ellos, los jóvenes, viejos y no tan viejos que han ido a poner su cuerpo entre los invasores bárbaros y la gente a la que pertenece esa tierra: activistas de paz los llaman en Palestina, escudos humanos en Bagdad.
He aquí algunos de sus nombres. No está clara la suerte que hayan corrido. Faith Fippinger se enteró de los escudos humanos en un centro de copiado del norte de India cuando realizaba un viaje espiritual que la había llevado al Tibet. En Bagdad pasaba de contrabando suministros médicos a los hospitales cristianos durante el día; por la noche duerme bajo las bombas de Bush en la refinería de Daura. Eric Levy, de 75 años, y Karl Dallas, cantante folclórico de 72 años, se instalaron bajo los estantes en Daura y en la planta de energía Aldurah, respectivamente. No es sorprendente que sean los abuelos los que tengan la comprensión más aguda de lo que es la mortandad.
Está también Angel O, noruego delgado y rudo, boxeador fallido, que creció en plantas de energía de toda Escandinavia y ha vivido durante semanas en la unidad de distribución eléctrica Bagdad Sur, que en 1991 fue bombardeada con reporte de nueve bajas. Ahora la vida de Angel pende de un hilo en tanto Bush, obsesionado con los productos petroleros y con ganar la aprobación de su padre, hace caer 3 mil misiles sobre el corazón de Bagdad. El movimiento cambiará radicalmente en los días oscuros que se aproximan. Algunos se derrumbarán, desmoralizados porque no hemos logrado que Bush detenga su pirotecnia demoniaca, pero el compromiso de otros se profundizará y remontará el vuelo. Ahora debemos llenar las calles del planeta y echar abajo a los presidentes que no escuchan la voz de su pueblo. Debemos adoptar una acción de masas creativa y enfática, que resulte tan costosa a los que han emprendido esta guerra que se vean precisados a calcular una pronta tregua.
En el desierto los remolinos formarán tormentas de arena y el calor freirá los sesos a los invasores, los campos petroleros arderán, las toxinas se elevarán y la resistencia en las ciudades se expandirá de manzana en manzana. Pronto estarán retornando a casa las bolsas con cadáveres. Entretanto, los ciudadanos estadunidenses no escucharán mucho sobre la destrucción que sus impuestos han traído sobre el pueblo iraquí. Los noticias hablarán sólo de "nuestros muchachos", un ejército invasor con 500 reporteros "incrustados" entre las tropas para divulgar la Gran Mentira y ondear una bandera que estará manchada para siempre con sangre de inocentes. Con Bagdad prácticamente privada de reporteros en tierra, la palabra de la inevitable y heroica resistencia del pueblo iraquí jamás será escrita, al menos no por los vivos. Jamás sabré qué ocurrió con mis compañeros* en la refinería.
No podemos permitir que las bombas de Bushua nos abrumen y desmoralicen. Debemos mantener encendidas esas luces en la colina del parque Dolores por muy fuerte que sople el viento (aunque la próxima vez sería apropiado no cantar tanto America, the beautiful). Tenemos que seguir construyendo las marchas y llenando las calles de émulos del padre Louie, el hermano dominico que la otra noche, en la reunión de emergencia de San Bonifacio, se la pasó brincando y gritando: "šEstoy en llamas! šEstoy en llamas!"
En la mañana después de que las bombas asesinas de Bush comenzaron a llover sobre Bagdad (20 de marzo), miles de manifestantes tomamos las calles de San Francisco, decididos a paralizar esta ciudad resplandeciente. Todo el día atravesamos nuestros cuerpos en los cruceros del centro y frente a las rampas de salida de las vías rápidas para detener el tráfico e impedir el comercio. Cientos de nosotros descendimos hacia la Bechtel Corporation, que posee contratos por miles de millones de dólares para reconstruir Irak una vez que los bombarderos de Bush lo hayan destruido. El padre Louie fue uno de los arrestados en la puerta de entrada cuando decía misa en latín. Mi grupo de afinidad instantánea tomó las puertas traseras, con los brazos enlazados, para evitar que Bechtel hiciera sus negocios de siempre. A eso de las 10 de la mañana la gerencia, frustrada por el bloqueo, dio por terminado un día de trabajo de un millón de dólares por minuto.
Le digo al padre Louie que yo también estoy en llamas. Ardo de vergüenza ante lo que ha hecho el país cuyo nombre está en mi pasaporte. Estoy en llamas de rabia y dolor por mis compañeros que están bajo las bombas de Bush en Bagdad. Y de orgullo también, por la buena labor que hemos hecho. Hasta ahora.
Este es el octavo envío de John Ross, desde una u otra Bagdad.
* En español en el original.
Traducción: Jorge Anaya