Elena Poniatowska/ III
En gustos se comen géneros
Apenas llega a Estados Unidos, José Emilio Pacheco se zampa dos Bic Mac y toda la comida chatarra que puede caber en un carrito de súper. Viajar con el rey de las hamburguesas (título más honroso que el de poeta) es un deleite, porque, con el pretexto de que los niños de Biafra mueren de hambre, se acaba todo lo de él y todo lo que sus vecinos dejan en su plato. Margo Glantz es la emperatriz de los goulash y los caldos reconfortantes. Los ofrece en sus ágapes, a los que asiste Sergio Pitol, quien ama las frutas tropicales. Jaime García Terrés era un verdadero gourmet gracias a los buenos oficios de su mujer, Celia, para quien comer es una experiencia estética. A Rosario Castellanos, ya lo dijimos, se le quemaba el arroz y la cocina siempre le despertó una desazón que adquirió sesgos de verdadera tortura. Guadalupe Dueñas conservaba en alcohol fetos llamados Mariquita, y chupaba uno a uno los huesitos de manitas de puerco.
ƑEstán ligados los creadores a los alimentos que ingieren? Desde luego que no. El colombiano Fernando Vallejo desmiente su crueldad literaria al ingerir blandos manjares e inocentes pudines, filetes de pescado a la parrilla y compotas de frutas y de flores. Octavio Paz era aficionado a los pretzel. ƑQué comerían Cioran, Castoriadis, Claude Levi-Strauss, Daniel Bell, Tomlinson, Claude Roy? La belga Marguerite Yourcenar sabía comer y decía que el país que hace buen pan está salvado. Simone de Beauvoir no era muy refinada y bebía whisky en el Rosebud. María Luisa Puga se alimenta con un solo pollo en caldo que le dura una semana. El lunes, una pata, el martes, una pechuga, el miércoles, otra pata, y así hasta el domingo. Los higaditos y las mollejas sólo le sirven para enriquecer el caldo, pero no los ingiere. Angeles Mastretta come a deshoras. Laura Esquivel es la reina del buen yantar y guisa como su novela lo indica. Su receta de codornices en pétalos de rosas es ya un clásico de las letras y de la cocina mexicana. El chocolate siempre desordenó los conventos y el obispo tuvo que reconvenir a los canónigos porque añadían a su colación una tasa de chocolate que causaba estragos. El papel descomunal del árbol del cacao, y la consecuencia de sus granos untuosos marcaron de por vida a los reinos de ultramar.
Gabriel García Márquez degusta suculentos platillos caribeños, pero en México le fascina la pasta sciutta y antes que la carne prefiere el pescado. Alvaro Mutis es muy dulcero. Dos de sus postres favoritos son los tejocotes en almíbar ("es mi dulce para toda la vida", afirma goloso) y se relame con los cascos de guayaba. "Por esos dos arriesgo mi virginidad", exclama. Otro de sus platillos consentidos es la tortilla de huevos con calabacitas, y su locura es el hígado de ternera asado en las brasas con vinagre de frambuesas, que le preparan en La Vignerie, en París, en la Rue du Dragon. Alvaro desayuna yogurt con fruta picadita, pera y papaya para la digestión. Joaquín Díez-Canedo detestaba el arroz. Al saborear empanadas argentinas, Marta Lamas recuerda su infancia. Después de hacer el amor, Ulalume González de León siente un irrefrenable apetito por el queso gruyere y los higos. Para Rosa Nissan son las hojas de parra al tapule y el jocoque, a los que Héctor Azar me inició en el Club Libanés y en su casa de Chimalistac, junto con las hojas de parra y los dedos de novia. Sabina Berman e Isabelle Tardan sirven ensalada y un rosbif en su punto rebanado muy delgadito. A Ricardo Garibay le enloquecían los embutidos y el coñac Hennessy; a Fernando Benítez las quesadillas de hongos de Tonantzintla, Puebla, a las que les confería propiedades afrodisiacas. Hugo Gutiérrez Vega tomó clases de cocina con Vincent Price y de sus viajes diplomáticos trajo el amor a las aceitunas griegas. A mí nada me ha acercado tanto al arte culinario como unos huauzontles salidos de las mágicas manos de Chabela: Isabel Castillo González, pero siempre ordenaba en el restaurante sesos a la mantequilla negra, aunque no me gustaban tanto porque creía yo que iban a añadirse a los míos y así me fosforecerían las meninges.
En su primera juventud, Hugo Hiriart era un adepto del cabrito de las cantinas, Silvia Molina de los steak y kidney pies que descubrió en Londres. A Eduardo Lizalde le atormenta el queso; Alí Chumacero es un fanático de los fettucini a la boloñesa y la lengua a la veracruzana. A los 84 años todavía acompaña un buen mole de Oaxaca con tres cubas libres cargaditas. A diferencia del paladar de Monsiváis, el de Bárbara Jacobs es de un extraordinario refinamiento, gracias a su madre Norma, que es una creadora de delicias; Vicente Leñero tiene una auténtica dependencia de la barbacoa, porque desde niño acostumbró comerla en los días de fiesta, y ahora, frente a su casa en San Pedro de los Pinos, se levantan dos puestos a los que también recurre Emilio Carballido. A Leñero le satisface el arroz y la sopita de fideo. José Luis Martínez se ha entregado por completo a los platillos húngaros que confeccionaba su mujer, Lidia. Carlos Montemayor, bárbaro del norte, es adicto a los cortes de carne de res a las brasas, al chile pasado con queso, que no hay que confundir con chilaca con queso. Su conocimiento de la cultura y el idioma de los antiguos mexicanos lo conducen a las excelsitudes yucatecas. Recuerda con arrobo el relleno negro y el tzik, salpicón de venado que dice Hernán Lara Zavala es de vaca, porque en Yucatán ya no hay venados. El mismo Montemayor prepara unos camarones a las hierbas finas con predominio de albahaca, aceitunas, y alcaparras. Admira la cocina de Paco Ignacio Taibo I, experto en el picor de los chiles y la voluptuosidad del habanero. Además de la fabada y el éxtasis que le provoca, Paco Ignacio Taibo II es cliente del restaurante Danubio, de la calle de Uruguay 3, donde pide kokochkas, cabezas de pescado que se cocen a fuego lento para que suelten un líquido blancuzco que casi parece concha nácar. Las cabezas con todo su fósforo dan una energía formidable.