Miguel Concha
Una guerra idolátrica y mentirosa
Como es sabido, en su confusión, en su patología, en su obcecación, en su afán por encubrir las verdaderas razones, el presidente de Estados Unidos ha llegado a pretender justificar su guerra, remitiendo incluso a Dios la responsabilidad de la misma. No puede darse mayor grado de perversidad y fanatismo, por lo menos desde el punto de vista cristiano. La guerra deja de ser así un negocio, como en realidad lo es, para transformarse en una cruzada religiosa. La política deja de ser antes que nada una empresa humana, normada necesariamente por las exigencias de la razón y de la ética, para convertirse anacrónicamente en el código de obligaciones y deberes de un régimen teocrático, como sucedía en las peores épocas del oscurantismo, que no puede desligarse de una división igualmente absurda y ciega entre el bien y el mal de los humanos, de consecuencias catastróficas.
Lo peor que le puede acontecer a la humanidad en los albores de este siglo es justamente el verse atrapada entre dos tipos de fundamentalismos belicosos, cayendo ideológicamente en el garlito de que no puede construirse una convivencia armónica y fructuosa entre diferentes culturas, y deslegitimando el que el siglo XXI pueda realmente ser el siglo de la religión, positiva, no enajenantemente entendida, como han vaticinado algunos teólogos del ecumenismo. Felizmente para la conciencia rectamente formada tal división es inadmisible, y por encima de esas expresiones fanáticas, que por razones sobre todo económicas y políticas hoy existen sintomáticamente en algunas manifestaciones religiosas, tanto de Oriente como de Occidente, las grandes religiones en su mayoría se han transformado en un fermento cultural de paz y de encuentro provechoso entre los hombres.
A ello también se debe que esta guerra no sea original únicamente por su "rapidez, precisión, contundencia y capacidad letal", como terroríficamente ha expresado el comando militar estadunidense en las fronteras de Irak, sino por la repulsa que ha causado y seguirá provocando en amplias capas de la población mundial. A ello se debe el que los líderes de las grandes religiones estén coincidiendo en deplorar y condenar esta guerra, desmintiendo el que la religión rectamente entendida sea un riesgo y no una oportunidad para la humanidad.
Para la Biblia, por ejemplo, Dios siempre trasciende al ser humano, a quien ha hecho a su imagen, y a quien ha llamado en definitiva para hacerse responsablemente a su semejanza, en la práctica de la justicia y en el respeto a la vida. Los ídolos en cambio son hechuras de las manos humanas, que sobre todo en la corriente de los profetas y en los Salmos siempre están relacionados con la práctica de la injusticia y el abuso del poder. Son, pues, dioses de bolsillo, que los seres humanos nos inventamos para legitimar nuestras malas acciones y, por ello, dadas las evidencias que nos arroja esta guerra a propósito de sus verdaderas motivaciones, uno puede preguntarse si la guerra de Bush no es en efecto una guerra idolátrica.
Para el Nuevo Testamento, por su parte, Dios se define como amor, y únicamente el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (I Juan 4:7-8), y llega incluso a afirmarse que hasta el diablo, quien es el padre de la mentira, tiene fe en Dios, y no por ello hay que considerarlo como un creyente, porque sus obras son injustas: "ƑDe qué sirve, hermanos míos, que alguien diga 'tengo fe' si no tiene obras? ƑAcaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de ustedes les dice 'vayan en paz, caliéntense y hártense', pero no les dan lo necesario para el cuerpo, Ƒde qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al contrario, algunos podrá decir: 'Ƒtú tienes fe?, pues yo tengo obras'. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. ƑTú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen, y tiemblan" (Santiago 2:14-19).
Y a propósito de esto, no deja de ser irónico, cruel e hipócrita que el ferviente Bush, al mismo tiempo que declara su guerra "nunca vista", sin haber manifestado siquiera que está dispuesto a cumplir con las mínimas normas del derecho humanitario, ya esté sin embargo prometiendo que está preparado para llevar ayuda a lo que quede de los damnificados de la misma. Como decía el beato Juan XXIII, de feliz memoria, con una mano se producen las injusticias y con la otra se hacen las caridades. Más valdría que antes se siga buscando la paz por todos los medios, con el fin de poder evitar esta tragedia humana de incalculables consecuencias. Las razones de fe nos obligan a ello