MEXICO, BAJO PRESION
Ayer
nos enteramos, por información procedente de la sede de Naciones
Unidas en Nueva York, que México, Chile y Canadá (este último
no forma parte del Consejo de Seguridad) buscan formular una tercera posición
en torno del conflicto entre Estados Unidos e Irak y de esa manera acercar
a los bandos de la solución pacífica y de la agresión
militar. En el primero se inscriben Francia, Rusia y China, además
de Alemania, que no es miembro permanente del Consejo, y del lado de la
agresión militar se agrupan los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra,
ambos con poder de veto, así como los de España y Bulgaria,
sin asiento permanente, como es el caso de México y Chile.
La fractura entre las cinco potencias nucleares que disponen
de derecho de veto en esa máxima instancia del poder mundial es,
sin duda, uno de los signos más ominosos del escenario político
internacional contemporáneo, en la medida en que puede traducirse
en la parálisis y la pérdida de relevancia y autoridad de
la ONU en su conjunto.
De concretarse tal perspectiva sería una tragedia,
si se considera que Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, con todo
y su carácter antidemocrático, a pesar de su burocratismo
y su poca eficacia, es el único organismo mundial capaz de mediar
y de resolver conflictos bilaterales y colapsos nacionales, así
como el único que puede canalizar, por medio de sus agencias, los
esfuerzos multilaterales para hacer frente a problemas como el hambre planetaria,
la epidemia de sida, la globalización de la delincuencia y hasta
la porción de realidad que subyace en lo que el presidente de Estados
Unidos llama la "amenaza del terrorismo internacional".
Los trabajos de construcción de consensos y de
acercamiento de posiciones en el seno del Consejo de Seguridad, en los
cuales participa nuestro país, son, pues, meritorios y necesarios,
siempre y cuando no se traduzcan en una deserción disimulada del
partido de la paz, como ha parecido que intenta hacer en días recientes
el gobierno de Vicente Fox. La idea de integrar el voto de confianza y
el margen de tiempo a los inspectores del desarme iraquí "como piden
Rusia, Francia, China y Alemania", con una advertencia explícita
sobre el uso de la fuerza en caso de que Bagdad no renuncie a sus armas
más peligrosas, tiene un sentido positivo, pero a condición
de que los términos y las condiciones impuestas para el desarme
no resulten imposibles de cumplir y no se conviertan en mera justificación
para la agresión militar contra Irak.
Sería iluso no considerar que el gobierno de George
W. Bush necesita desesperadamente la guerra y que, en consecuencia, hace
todo lo que puede por desactivar, torpedear o al menos desvirtuar cualquier
gestión diplomática orientada a preservar la paz. Se ha hecho
público que, en esa determinación, Washington ha ordenado
espiar a todas las representaciones nacionales ante el Consejo de Seguridad,
excluidas, por supuesto, la suya y la de su aliado servil: el gobierno
de Tony Blair.
En los casos de México y Chile, cuyos gobiernos
apuestan ahora a desempeñar el papel de intermediarios entre los
bandos de la paz y de la guerra, se percibe, se escucha, se palpa el chantaje
y la extorsión de Estados Unidos para obligar a nuestros países
a alinearse con los partidarios de la destrucción, la muerte y el
saqueo. En la hora presente, el voto de México en el Consejo de
Seguridad tiene una importancia crucial y definitiva; el Ejecutivo federal
mexicano está sometido por ello a una presión tal vez sin
precedente en la historia de las relaciones bilaterales.
Ciertamente, la intensidad de tales actitudes injerencistas
no significa que no puedan o no deban ser resistidas y rechazadas. Si Turquía,
un Estado integrante de la OTAN, tradicional aliado estratégico
de Washington y con problemas de desarrollo comparables a los nuestros,
ha sido capaz de sobreponerse a las ofertas públicas de soborno
y a las amenazas ocultas procedentes de la Casa Blanca, no hay razón
por la cual México no pueda hacer otro tanto.
Las autoridades federales deben tener la serenidad suficiente
para comprender que, a pesar de todos los chantajes, mensajes ominosos
y advertencias, nuestro país es suficientemente importante para
Washington -en términos económicos, políticos y estratégicos-
como para que el gobierno de Bush emprenda represalias capaces de alterar
las relaciones bilaterales en forma significativa; asimismo deben tener
la visión de Estado para asumir que una guerra contra Irak es ajena
a nuestros intereses y contraria a nuestros principios, y que la defensa
resuelta de las soluciones pacíficas traerá, a la larga,
muchos más beneficios para el país que la sumisión
a los delirios bélicos estadunidenses.
Cabe esperar que el Ejecutivo federal disponga de sensibilidad
suficiente y del sentido democrático requerido para mantenerse fiel
a las convicciones pacifistas de la gran mayoría de la sociedad
y que sepa respaldarse en esas convicciones.