Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 4 de marzo de 2003
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Mundo
Pedro Miguel

Barney y Spot

Cuando Lee Harvey Oswald perpetró la peor acción de su vida, el 22 de noviembre de 1963, no sólo causó la viudez de Jacqueline Bouvier y la orfandad de los pequeños Caroline y John, sino que también dejó en completo desamparo a un canario, dos pericos, cuatro caballos, dos hamsters, un conejo, un gato y ocho perros. De entonces a la fecha, las familias presidenciales de Estados Unidos han ido reduciendo en forma significativa el número de sus mascotas. La tribu de los Clinton estaba compuesta por tres humanos (Bill, Hillary y Chelsea), un perro (Buddy) y un gato (Socks); sus sucesores en la Casa Blanca gustan de exhibir, en sus desplazamientos, a los caninos Barney, de la raza terrier, y Spot, un springer spaniel.

Durante un periodo de su infancia, el actual presidente no sentía mucho aprecio por los animales, acaso porque él mismo no tenía gran cosa que hacer, en términos afectivos, en su entorno familiar: papá George vivía ocupado en las truculencias empresariales y políticas, en tanto que mamá Barbara se encontraba anímicamente postrada por la enfermedad de la hermanita Robin, quien, a la postre, murió de leucemia. Tal vez por eso, el niño George Walker se divertía, según biografías no autorizadas, introduciendo cohetes en ranas vivas y haciéndolas reventar, con un resultado más o menos gelatinoso, semejante al que produce un misil crucero en un organismo humano.

Es posible que George Walker haya corregido esas tendencias como consecuencia de un fuerte regaño paterno. Más tarde, de todos modos, en sus tiempos de estudiante universitario, y con sus actitudes delictivas y antisociales (robar, emborracharse, manejar en estado de ebriedad, provocar amenazas de expulsión en Harvard) se dedicó a hacer en la buena imagen de la familia lo que antes había practicado en las ranas. En algún momento de su vida, el muchacho se volvió formal y cambió su dichosa embriaguez y su peligroso estilo de manejo por una fobia antialcohólica y un culto tan férreo a la severidad de los castigos legales que se tornó partidario casi fanático de la pena de muerte.

Papá Bush llegó a la Casa Blanca acompañado de mamá Barbara y de una springer spaniel de nombre Millie, cuya semblanza (Millie's Book, William Morrow & Co., 1990), escrita por la entonces primera dama, vendió muchos más ejemplares que la autobiografía del marido. Para el joven Bush, Millie debe haber sido una influencia política importante pues, una década más tarde, cuando le llegó el turno de despachar en el local de la avenida Pennsylvania, escogió a uno de la misma raza (Spot) como uno de sus dos perros presidenciales. El otro, Barney, que demostró ser muy fotogénico, mitigó un poco la alicaída imagen presidencial en el aburrido limbo político que imperó entre enero y septiembre de 2001, cuando ser presidente de Estados Unidos había dejado de tener importancia.

Con todo, y pese a su conversión y a su actual afecto por los perros, George W. Bush no ha sido abandonado por las ansias de hacer explotar organismos vivos. Hoy en día dispone, para ello, de juguetes mucho más sofisticados que los petardos de su infancia desgraciada: tiene bajo su mando el arsenal más vasto de la historia humana y para ponerlo a prueba anda en busca de una buena dotación de cuerpos humanos: decenas o centenas de miles, si es posible, y entre los cuales, para colmo, es probable que no se encuentre el de Saddam Hussein, quien funge por ahora como el objeto de sus obsesiones destripadoras.

Y ayer en la mañana, cuando desayunábamos y comentábamos las últimas noticias, Virginia tuvo una idea que podría ser providencial, aun a riesgo de resultar irritante para los más resueltos defensores de los animales: ahora que a Bush las cosas se le ponen difíciles -porque una buena parte de la humanidad se empecina en decirle al presidente de Estados Unidos que la destrucción de personas vivas no es cosa de juego-, tal vez pudiera encerrarse en su rancho de Texas, gritar su rabia a todo pulmón y matar a balazos a sus perros. Así podría canalizar su furia destructora, experimentar una fuerte catarsis afectiva y permitir que el resto del mundo respire hondo y con enorme alivio. A cambio de ese desahogo, muchos partidarios de la paz mundial estaríamos dispuestos a honrar afectuosamente, y durante muchos años, la memoria de Barney y Spot, las mascotas mártires. Sería bueno que el Papa, empeñado como está en evitar la catástrofe, le comunicara la propuesta.

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