Pedro Miguel
Barney y Spot
Cuando Lee Harvey Oswald perpetró la peor acción
de su vida, el 22 de noviembre de 1963, no sólo causó la
viudez de Jacqueline Bouvier y la orfandad de los pequeños Caroline
y John, sino que también dejó en completo desamparo a un
canario, dos pericos, cuatro caballos, dos hamsters, un conejo, un gato
y ocho perros. De entonces a la fecha, las familias presidenciales de Estados
Unidos han ido reduciendo en forma significativa el número de sus
mascotas. La tribu de los Clinton estaba compuesta por tres humanos (Bill,
Hillary y Chelsea), un perro (Buddy) y un gato (Socks); sus
sucesores en la Casa Blanca gustan de exhibir, en sus desplazamientos,
a los caninos Barney, de la raza terrier, y Spot, un springer
spaniel.
Durante un periodo de su infancia, el actual presidente
no sentía mucho aprecio por los animales, acaso porque él
mismo no tenía gran cosa que hacer, en términos afectivos,
en su entorno familiar: papá George vivía ocupado en las
truculencias empresariales y políticas, en tanto que mamá
Barbara se encontraba anímicamente postrada por la enfermedad de
la hermanita Robin, quien, a la postre, murió de leucemia. Tal vez
por eso, el niño George Walker se divertía, según
biografías no autorizadas, introduciendo cohetes en ranas vivas
y haciéndolas reventar, con un resultado más o menos gelatinoso,
semejante al que produce un misil crucero en un organismo humano.
Es posible que George Walker haya corregido esas tendencias
como consecuencia de un fuerte regaño paterno. Más tarde,
de todos modos, en sus tiempos de estudiante universitario, y con sus actitudes
delictivas y antisociales (robar, emborracharse, manejar en estado de ebriedad,
provocar amenazas de expulsión en Harvard) se dedicó a hacer
en la buena imagen de la familia lo que antes había practicado en
las ranas. En algún momento de su vida, el muchacho se volvió
formal y cambió su dichosa embriaguez y su peligroso estilo de manejo
por una fobia antialcohólica y un culto tan férreo a la severidad
de los castigos legales que se tornó partidario casi fanático
de la pena de muerte.
Papá Bush llegó a la Casa Blanca acompañado
de mamá Barbara y de una springer spaniel de nombre Millie,
cuya semblanza (Millie's Book, William Morrow & Co., 1990),
escrita por la entonces primera dama, vendió muchos más ejemplares
que la autobiografía del marido. Para el joven Bush, Millie
debe haber sido una influencia política importante pues, una década
más tarde, cuando le llegó el turno de despachar en el local
de la avenida Pennsylvania, escogió a uno de la misma raza (Spot)
como uno de sus dos perros presidenciales. El otro, Barney, que
demostró ser muy fotogénico, mitigó un poco la alicaída
imagen presidencial en el aburrido limbo político que imperó
entre enero y septiembre de 2001, cuando ser presidente de Estados Unidos
había dejado de tener importancia.
Con todo, y pese a su conversión y a su actual
afecto por los perros, George W. Bush no ha sido abandonado por las ansias
de hacer explotar organismos vivos. Hoy en día dispone, para ello,
de juguetes mucho más sofisticados que los petardos de su infancia
desgraciada: tiene bajo su mando el arsenal más vasto de la historia
humana y para ponerlo a prueba anda en busca de una buena dotación
de cuerpos humanos: decenas o centenas de miles, si es posible, y entre
los cuales, para colmo, es probable que no se encuentre el de Saddam Hussein,
quien funge por ahora como el objeto de sus obsesiones destripadoras.
Y ayer en la mañana, cuando desayunábamos
y comentábamos las últimas noticias, Virginia tuvo una idea
que podría ser providencial, aun a riesgo de resultar irritante
para los más resueltos defensores de los animales: ahora que a Bush
las cosas se le ponen difíciles -porque una buena parte de la humanidad
se empecina en decirle al presidente de Estados Unidos que la destrucción
de personas vivas no es cosa de juego-, tal vez pudiera encerrarse en su
rancho de Texas, gritar su rabia a todo pulmón y matar a balazos
a sus perros. Así podría canalizar su furia destructora,
experimentar una fuerte catarsis afectiva y permitir que el resto del mundo
respire hondo y con enorme alivio. A cambio de ese desahogo, muchos partidarios
de la paz mundial estaríamos dispuestos a honrar afectuosamente,
y durante muchos años, la memoria de Barney y Spot,
las mascotas mártires. Sería bueno que el Papa, empeñado
como está en evitar la catástrofe, le comunicara la propuesta.