PROVIDA: LA MUERTE TIENE PERMISO
Ayer,
en la celebración del 25 aniversario de Provida, el arzobispo primado
de México, Norberto Rivera Carrera, invitado de honor en el acto,
refrendó la solidaridad y la simpatía de la oficialidad católica
a ese grupo de choque antiabortista. El prelado ratificó la postura
del Vaticano en defensa de la penalización absoluta del aborto,
sean cuales sean la génesis del embarazo y las condiciones de la
madre y del producto.
Jorge Serrano Limón, presidente de Provida, se
jactó, por su parte, de que su labor contra el aborto habría
salvado, en cinco lustros, a más de 34 mil bebés.
Ni uno ni otro se refirieron, por supuesto, al gravísimo
problema de salud que genera la penalización del aborto -que, por
practicarse en la clandestinidad, constituye, en nuestro país, la
tercera causa de muerte materna-, a las injusticias sociales a que da lugar
-porque son las mujeres en condiciones de pobreza, marginación y
educación deficiente las que sufren las peores condiciones sanitarias
de la clandestinidad, y porque son las que corren los mayores riesgos de
ser descubiertas y sancionadas- ni tampoco a los escenarios de tragedia
personal, como los de las mujeres que resultan embarazadas en el curso
de una violación o aquellas para las cuales la gestación
representa un peligro de muerte.
El fundamentalismo irracional de la Iglesia católica,
su nefasta influencia por medio de funcionarios públicos fanáticos
y su accionar mediante frentes seculares como Provida alcanzaron recientemente
una de sus expresiones más crueles, irracionales e indignantes en
Nicaragua, en donde la jerarquía eclesiástica local, que
preside Miguel Ovando y Bravo, con la complicidad de una ministra de la
Familia, pretendieron impedir que a Rosa, niña de nueve años
que resultó embarazada como consecuencia de un abuso sexual, se
le provocara un aborto. Pretendían imponer a la niña -quien
para colmo se encontraba desnutrida y padecía dos enfermedades de
transmisión sexual como consecuencia de la violación de que
fue víctima- el sacrificio adicional de la maternidad precoz y de
dudosa viabilidad en un organismo infantil. Como los piadosos hombres de
la Iglesia y sus cómplices seculares no lograron su propósito,
optaron por excomulgar a los médicos que interrumpieron la gestación
y a los padres de la menor. Los devotos funcionarios que pretendieron impedir
el aborto ahora amenazan con ejercer acción penal contra los progenitores
de Rosa.
También en nuestro país los maridajes de
funcionarios civiles con los defensores del dogma vaticano -el aborto fue
codificado en 1896 como pecado grave y causa de excomunión en la
encíclica Apostolica sedis por Pío IX, quien también
proclamó la infalibilidad papal y persiguió a judíos,
protestantes y liberales- se han traducido en atropellos como el sufrido
por Paulina, en Baja California, y Lucila, en Sinaloa, que han sido documentados
en estas páginas en años recientes. Y, lo más grave,
la presión de las corrientes cavernarias del catolicismo por mantener
la penalización del aborto en las leyes del país se traduce
en miles de fallecimientos de mujeres cada año. Gracias a las buenas
conciencias antiabortistas, y parafraseando al gran cuentista Edmundo Valadés,
la muerte tiene permiso.