Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 10 de febrero de 2003
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Cultura

Carlos Bonfil

Pandillas de Nueva York

La inspiración del ambicioso proyecto Pandillas de Nueva York (Gangs of New York), de Martin Scorsese, cinta que debía durar 3 horas 40 minutos y que hoy se reduce a 2 horas 50, es el libro homónimo del historiador Herbert Asbury (1891-1963), subtitulado "historia informal de los bajos fondos", publicado en 1928. En tanto registro de los enfrentamientos entre pandillas de inmigrantes, antiguos y recientes, en un barrio miserable de la Nueva York de 1846, las primeras secuencias de la cinta son un alarde de pericia técnica y elegancia coreográfica, una combinación de irracionalidad tribal sanguinolenta (estilo Mad Max) y gusto por el detalle en la recreación histórica. Pareciera, dado el soplo épico que domina toda esta primera parte, que Scorsese ha querido revertir los mitos fundacionales de esa nación americana y trasladar a los muladares urbanos de la isla paria que es Nueva York a mitad del siglo diecinueve, lo que John Ford había ubicado en otro sitio y con intenciones muy distintas en su gesta fundacional, La conquista del Oeste (How the West was won).

De acuerdo con esta nueva visión, en la génesis real de Estados Unidos no figuraría tan sólo el sometimiento del "salvaje", el autóctono, o las minorías raciales, sino las luchas encarnizadas entre los propios inmigrantes, católicos y protestantes, todos de origen anglosajón, agrupados en multitud de pandillas, dispuestas a exterminarse mutuamente. Para evocar los orígenes de Nueva York, Scorsese, estupendo retratista de su ciudad natal -en Taxi driver, en Buenos muchachos, en La edad de la inocencia-, elige un paisaje de venalidad política en el que las pandillas (que prefiguran a las mafias) apoyan a candidatos autoritarios en una democracia rudimentaria donde "los votos cuentan menos que los escrutadores del voto". La sociedad salvaje, casi medieval, que describe así el director, se confunde maliciosamente con otra, más contemporánea y reconocible, en la que siguen imperando los fraudes electorales, las revanchas y la traición política. Y en este clima social surge otra historia, un relato intimista, el reverso de la gesta sanguinolenta. Un joven llamado Amsterdam (Leonardo di Caprio) se infiltra en la pandilla de los Nativos, comandada por Bill, el Carnicero (Daniel Day Lewis, prodigioso), para vengar la muerte de su padre, el sacerdote Vallon (Liam Neeson), asesinado por Bill 16 años atrás, en uno de los primeros grandes enfrentamientos tribales. La fascinación mutua de estos dos personajes, el deseo declarado de Bill de tener un hijo o la melancolía por no haber podido tenerlo, se conjugan con sentimientos todavía más confusos en Amsterdam, figura de tragedia clásica. La reunión de un reparto estelar obligó tal vez a incluir en este conflicto una historia de amor, en realidad insustancial y poco convincente. Cameron Diaz construye un estupendo personaje como Jenny Everdeane, estafadora profesional, compañera de Bill, y pronto cómplice sentimental de Amsterdam, pero es evidente que los tres guionistas reunidos no consiguieron dar mayor sustento ni mejor infiltración en la trama general a esta endeble historia de amor que semeja más un compromiso entre productores.

Scorsese captura con mejor tino la vocación de caos de Manhattan, la sucesión de oleadas de inmigrantes despreciándose unos a otros, estableciendo en la isla un clima de hostilidad y de recelo, dirigido y exacerbado después, durante la Guerra de Secesión, ampliamente evocada, en un odio irracional contra la población negra, en una voluntad de exterminio y en prácticas de linchamiento. Pandillas de Nueva York reúne así viejas obsesiones del realizador, del martirio cristiano a la redención inalcanzable, de la culpa colectiva al exorcismo nacional que pasa por la revisión histórica, y en una escena magistral, el enfrentamiento culminante entre Bill y Amsterdam, persiste el culto a los maestros de cine, en especial al Kurosawa de Ran o de Yojimbo. En el Manhattan de 1863, Babilonia rebelde al borde de la guerra civil, sometida a cañonazos desde el Hudson, en esta metrópoli ya mítica, se da un bautismo fundacional con oleadas de sangre y reciclaje de generaciones pendencieras; prevalece un irrefrenable instinto parricida, pero también, como señala sobriamente el cineasta, una voluntad de renovación urbana que a su modo se anticipa a desventuras y cataclismos demasiado familiares, acaso meras reverberaciones de su primera vocación trágica.

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