José Cueli
El rostro oculto de la guerra
La guerra, bestia feroz y salvaje sin rostro, devoradora siniestra de la humanidad, aparece ya como una amenaza inminente, ominosa. Por tanto, inunda de zozobra y miedo al mundo entero que tan sólo aspira al inalienable derecho a la vida.
Cada guerra ha dejado a la humanidad con un amargo sabor a muerte difícil de elaborar. Desafíos, afrentas y escenas dantescas que nos paralizan y pueblan de fantasmas los sueños de quienes la han vivido. Drama violento que nos indica el fracaso de lo propio, de la razón, la muerte de los límites y las reglas de convivencia pacífica, la muerte del otro y la propia bajo la sombra regresiva y odiada de la persecución generadora de ese pánico que paraliza, atonta, aturde y nos abruma con una carga de angustia desgarradora, sin salidas.
El ''yo" se descubre como un ''yo" herido, sangrante, humillado, enfrentado de manera despiadada a su indefensión; un ''yo" que intenta remediar sus pérdidas sin saber de qué manera hacerlo. Cabe aquí citar las contundentes y desgarradoras declaraciones de los veteranos de guerra estadunidenses publicadas en este diario el pasado 3 de febrero: ''En la guerra del Golfo se nos ordenó matar incluso a civiles (...) Matamos a miles que huían (...) Había que asesinar desde una distancia segura (...) En Basora, con los bulldozers barrimos trincheras y enterramos a personas vivas (...) No existe honor en el asesinato y esta guerra es asesinato con otro nombre''.
Muchos de esos sujetos al regresar de la guerra se suicidaron. Habían sido entrenados para la muerte y la culpa persecutoria no perdona. Esto me recuerda al aviador estadunidense que piloteaba el Enola Gay y soltó la bomba sobre la ciudad de Hiroshima. Esto le condujo a pasar, posteriormente, muchos años en un hospital siquiátrico.
Los soldados son entrenados para asesinar, pero con la alta tecnología ya no ven a las víctimas. Y a los millones de televidentes que observamos las pantallas televisivas nos parece una guerra de ficción, una más de las películas estruendosas producidas por la industria cinematográfica hollywoodense. No vemos el terror de las víctimas, no vemos los cadáveres de hombres, mujeres, niños y ancianos mutilados, masacrados injustamente. Tampoco vemos las ciudades derruidas por las estúpidas ''bombas inteligentes". Esta anulación de las imágenes visuales nos conduce a la negación de los afectos que como humanos nos permitiría compenetrarnos con el dolor y el sufrimiento del prójimo, en el entendido, como Levinas enuncia, de que la muerte del otro me atañe, porque es también mi propia muerte.
Tras el ''espectáculo televisivo" la imagen confunde nuestros sentidos y nubla nuestra razón; el yo es tramposamente engañado. Y el despliegue termina siendo un terrible entrenamiento para la muerte. La pulsión de muerte se ve retroalimentada por el engaño del ''yo". Se estimulan el odio irracional y la envidia. Por el camino de la regresión, retornamos a la omnipotencia infantil y a las fantasías narcisistas. El resultado es que los gritos y el horror de la guerra no nos tocan y, por tanto, no se engendra en nosotros la mínima piedad por el semejante en desgracia.
Parece confirmarse la hipótesis freudiana de que el aparato síquico tiene una tendencia a regresar al estado cero, al reposo, a la autodestrucción. El retorno a lo inorgánico. Pulsión de muerte que no deja de actuar y más aún si no podemos ver el rostro del semejante que sufre, del inocente que muere, de los niños que ven segadas sus vidas o mutilados sus cuerpos, de las madres que, desgarradas por una herida inelaborable, ven a sus hijos morir en una batalla inútil y mercenaria.