José Cueli
Se estiró Luévano
José María Luévano se presentó en la Plaza México a finales de la temporada, en un cartel muy flojo y, sin embargo, merecía la atención, una atención emocionada a su labor anterior, de un toreo de traza sencilla que le daba frescura a su labor. De la vieja facilidad de Luévano queda su esencia, pero, transformado en un torero de reposada ambición, ansioso de expresar lo inefable con un toreo alusivo y leve sublimándose.
Su toreo prescindió frente a los toros de Bernaldo de Quiroz de la altivez de la forma, para dar paso a una juvenilidad -granada en madurez-, que fue rectificación temperamental. Se pensaba en sus últimas corridas viéndolo solicitador de las más diversas inquietudes, que no traspasaría nunca -a pesar de sus cualidades artísticas-, el límite del dilentantismo, que ha dejado en el camino a tantas legitimas esperanzas de toreros.
De pronto José María apareció en el coso insurgentino, šestirándose moreno! con un toreo sereno, intranscendentemente alegre y una capacidad para expresar lo imaginado, que hizo más pura la ejecución de sus faenas, muy a la mexicana. Desapareció en José María lo anecdótico, lo esclerosado, lo artificial, la pose, la obsesión singularizante por cortar orejas. Dejó todo al placer de torear, dueño de los terrenos y las distancias y los propósitos de ritmo y cadencia que surgían de él mismo. Lo que le dio un poder sugeridor sorpresivo y le permitió un triunfo resonante. Una línea bellamente llevada en dirección armoniosa que trazaba en el aire.
En corrida en que Rafael Ortega -todo pundonor- se llevó una cornada grande al tratar de colocar un par de banderillas, dándole al toro todas las ventajas y quedándose luego en el ruedo, y el encierro de Bernaldo de Quiroz fue gordo, débil y falto de raza.