Hermann Bellinghausen
Washington DC bajo cero
Belarmino, perplejo,veía caer la nieve en la cima del mundo. Un lugar helado, cabe decir, pero no desierto. Temerosos de resbalar, los carros transitaban despacio. Y la gente, sin ser muchedumbre, se aglomeraba con similar lentitud prudente. La mayoría visible, de raza blanca y dentaduras ocultas, conformaba la fuerza y la ley en un lugar donde se respiran las exhalaciones del poder y el aroma del dinero.
Amarillos no había, y cafés sólo donde se lavan los platos. Negros sí, en gran número, pero había que fijarse para notarlos. Eran los mendigantes, o los que enfundados en impermeables fosforescentes limpiaban la mierda de hielo en las calles; los subalternos, los despreciados.
La perplejidad de Belarmino no guardaba relación con las exigencias climáticas. Ocurría por una suerte de accidente. Percibió los espacios restantes ocupados por la policía, ese cómodo Dios omnipresente, y por etíopes y abisinios que controlaban los intersticios, los huecos.
Los blancos, de tanto frío y a pesar del despliegue de bufandas y sobretodos, estaban morados salvo algunos, mortalmente pálidos. Aún los que llegaban en grupo mostraban un aspecto serio.
Reinaba el silencio, apenas roto por un rugir de motores que amortiguaban las hojuelas de nieve cayendo. Humos de escape, vaho en las bocas. Un vapor pegajoso emanaba de las pocas alcantarillas que no se habían anegado.
Entre los transeúntes, un hombre destacó por su considerable estatura, por su apretado negror africano del suburbio y por su exagerada torpeza al andar, molestando a los otros. Acaso ciego. Se dirigió a Belarmino cuan largo era, levantó el índice y dijo con una familiaridad fuera de lógica:
-No tienes ningún derecho.
Belarmino se pone nervioso ante las personas demasiado altas, pero se acostumbra rápido. El hombre medía alrededor de dos metros. Y no era ciego. Simplemente, miraba distinto. Un alambre plateado le rodeaba la frente y sostenía sobre el entrecejo un cristal de roca que bien podía resultar un cubo de hielo. La extrañeza de Belarmino era superfuerte, así que no dijo nada.
El negro, intimidante como un guerrero watusi, alzó los brazos hacía un inexistente cielo. Ambas muñecas pobladas por pulseras de cobre, hierro y otros metales. En el meñique izquierdo, un anillo de oro (obviamente ajeno) que no entraría en ningún otro de sus portentosos dedos, brilló con la lechosa luz del invierno.
-No tienes derecho de mirar así -dijo el hombre.
Belarmino se preocupó. ƑQué lo había delatado, si realmente se esfuerza en pasar desapercibido? Su instinto le aconseja cuidarse en lugares donde la gente tiene miedo.Y allí era miedo el dominio, el único resplandor además en las aristas de la nieve. Con aquel grandulón, un color sucio irrumpía en la calle del miedo.
-Debes bajar la vista. Imitar al resto. Tienes la obligación de parecer convencido de la verdad que estás obligado a obedecer.
Tantos debes y obligaciones en dos cortas frases arrancaron de Belarmino un alarde de sinceridad no pedida.
-No sé obedecer -se oyó a sí mismo decir.
El hombre, inmenso como era, soltó una carcajada sonora que le desnudó todos los dientes, cegadores como la nieve. Los peatones más próximos, sin aminorar su prudencia, voltearon hacia esa boca desmesurada y abierta.
Algo como sismo vibraba en el cuarzo a mitad de la frente de aquel brujo o payaso. Belarmino vislumbró un insecto atrapado en el cristal, una absurda mosca cuaternaria que despierta.
-No debes mirar así -repitió el negro. Belarmino percibió un cambio de tono, una convicción disminuída, casi la traición de un asentimiento.
-Entonces, Ƒcómo? -trató Belarmino de no sonar grosero.
El negro dio un paso atrás, buscando hacerse, a 'second regard', una imagen general del forastero.Y dijo:
-Deberías saberlo.
Otra vez lo "obligatorio", pensó Belarmino, pero dadas las circunstancias hizo lo que mejor sabe: quedarse callado.
-Es peligroso -añadió el hombre, en la cúspide de sus dos metros.
-ƑPara quién? -porfió Belarmino, creyendo no entender.
-Para todos.
-ƑQuiénes todos?
El negro, menos áspero que al principio, agregó con un dejo de complicidad clandestina:
-Ellos.
Nada más ajeno al ánimo de Belarmino que provocar o afrentar a nadie allí en la cima del mundo. Ni a los blancos, ni a los negros.
-ƑY quienes son "ellos"?
Los ojos que puso el negro antes de responder:
-Okey, tú ganas. Son nadie. Pero ten cuidado, ellos mandan.
Dicho lo cual se llevó el índice al cuarzo en la frente, hizo un "tsss" de escarcha que toca un tizón encendido, y adoptó nuevamente la actitud ida de un ciego.
-Hasta la vista, socio. Cuida tu paso.
Literalmente dijo "watch your step", y reanudó su marcha: cuchillo que derrite una aglomeración transeúnte que a su vez lo incorpora a la suma de todos sus miedos.