REPORTAJE /TRATADO DE LIBRE COMERCIO DE AMERICA DEL NORTE
Salinas prometió un México de Primer Mundo con el acuerdo
La prosperidad que se ofreció con el TLCAN nunca llegó
El salinismo ahogó, con todo el aparato del Estado, las voces disidentes que alertaban sobre los riesgos de pérdida de soberanía y de efectos devastadores en la economía
ROSA E. VARGAS Y PATRICIA MUÑOZ / I
Como un encantador de serpientes, el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari usó la popularidad que le habían generado los espectaculares golpes políticos de sus primeros meses de gobierno para vender entre amplios sectores del país su máximo proyecto transexenal: la integración económica con Estados Unidos y Canadá mediante el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Salinas aseguraba que una medida de este tipo significaría la entrada definitiva de México al Primer Mundo. En lo que algunos han definido como la cúspide de su megalomanía, afirmaba también que por obra de ese acuerdo seríamos socios de las potencias del continente y conformaríamos la mayor área comercial de Norteamérica.
El TLCAN sería el boleto para ser ricos, el que "nuestros gobiernos reclaman y nuestros pueblos merecen".
Porque además el presidente que había llegado bajo una dudosa legitimidad a Los Pinos en diciembre de 1988, en los albores de su gobierno y basado en un agresivo programa de privatizaciones, logró seducir a los líderes políticos de las grandes naciones.
Así, al comienzo de su segundo año de gobierno la revista Fortune lo definió como el "Margaret Thatcher de América Latina", incluyéndolo entre los 25 personajes "más fascinantes del mundo de los negocios". El New York Times presentó una foto de Salinas de Gortari posando junto a la imagen de Benito Juárez, en una clara comparación entre ambos.
Hoy, al inicio de 2003 y casi una década después de su entrada en vigor, el espejismo de abundancia y prosperidad que se ofreció en 1990 a los mexicanos es una dramática realidad para la mayoría de los sectores productivos del país.
En el campo mexicano, por ejemplo, las asimetrías con sus socios de América del Norte se profundizaron de manera irreversible y el país tiene hoy más pobres que nunca en su historia, según las cifras de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedeso). De hecho, en estos nueve años se han cumplido los peores presagios de quienes alertaban que nos convertiríamos en una economía "satélite" de Estados Unidos.
Los funcionarios y legisladores que fungieron durante el salinismo, los empresarios y hasta aquellos intelectuales que se subieron al barco de la ilusión (o que mudaron su posición crítica inicial y más tarde se convirtieron en férreos defensores del TLCAN, como el ex canciller Jorge G. Castañeda) hoy sufren los mareos de esa borrachera triunfalista y buscan aferrarse a alguna variable o estadística en la que el intercambio haya sido favorable. Pero no más.
En todo el tiempo que lleva de aplicación el TLCAN, México ha registrado una balanza comercial deficitaria; se acentuó la concentración de su comercio, como indican las estadísticas históricas de la Secretaría de Economía a diciembre de 2002, e industrias completas han sido avasalladas por la importación, sobre todo de Estados Unidos.
La soberanía alimentaria nacional ha quedado borrada incluso del discurso oficial, frente al aumento de 44 por ciento en la importación de productos agropecuarios y agroalimentarios, según la balanza sectorial publicada por la Sagarpa, y hay ramas en peligro de extinción por la fuerte competencia extranjera, como trigo, papa, arroz, cebada, café, lácteos, caña de azúcar, lactosa, glucosa, fructosa, vinos, aceites vegetales, grasas y frutas, como la manzana y el durazno, según datos del Consejo Agrario Permanente.
En junio de 1990 era secretario de Agricultura Carlos Hank González, quien ofrecía un panorama muy diferente al de 2003. Decía que el acuerdo daría mayor acceso de los productos agrícolas nacionales a Estados Unidos y Canadá; se enfrentarían menos trabas, y habría mayor impulso a las exportaciones agrícolas de alto valor. Hoy ya no hay forma de reclamarle al que fuera jefe del poderoso grupo Atlacomulco.
Por si fuera poco, y como ocurría desde antes de la suscripción del TLCAN, los socios del norte permanecen como compradores primordiales de materias primas mexicanas (por supuesto con el petróleo en primer lugar) y no de productos terminados, como se había prometido; no se han frenado las prácticas desleales de comercio y los mecanismos de solución de controversias que se dio el propio tratado han sido incapaces de resolver los problemas en aquellos sectores donde México ha sido afectado, como el cemento, tomate, autotransporte y azúcar, entre otros. De hecho, el gobierno de México ha tenido que pedir la intervención de la Organización Mundial del Comercio (OMC) para apelar sus causas.
En este recuento rápido, otros espejitos que se ofrecieron como resultado de negociar el acuerdo comercial también se hicieron añicos. Lejos de crearse más fuentes de trabajo, el país enfrenta hoy sus más altas tasas de desempleo y ocupación informal; prolifera el contrabando, el mercado subterráneo, la subfacturación de mercancías y la evasión fiscal. Existe desinversión productiva, incluso en las ramas que se presumen fortalecidas por efecto del TLCAN, como la automotriz y maquiladora.
Sólo sus creadores siguen creyendo en el acuerdo trilateral.
Convertido irremediablemente en único apologista de sí mismo, el propio Carlos Salinas ha debido admitir, una década después, que "al negociar fue necesario hacer concesiones para obtener beneficios a cambio. Con el TLCAN, el gobierno tuvo que garantizar que ya no se ejercerían las decisiones discrecionales que otras administraciones practicaron en el pasado para orientar la economía".
Es quizá en lo único en lo que se le puede dar la razón. En 1990, cuando el TLCAN era un proyecto, acicateados por el avance en la conformación de la Comunidad Económica Europea, en declaración conjunta George Bush y Salinas de Gortari se decían "convencidos de que el libre comercio entre México y Estados Unidos sería el motor poderoso para el desarrollo económico''. Bush fue más allá, y en junio de ese año dijo en Monterrey: "estamos finalmente aprendiendo del creciente intercambio entre nuestros pueblos, la necesidad de superar etapas de dificultades e incomprensión".
Como a una voz, desde el Senado, el PRI, las cámaras empresariales y por supuesto todos los funcionarios del gobierno federal se sumaron a una estrategia de persuasión sobre las bondades del TLC. Jaime Serra Puche, secretario de Comercio, y Herminio Blanco, subsecretario, juraban que el acuerdo traería estabilidad a la relación comercial, reglas claras, trato justo, desarrollo para el país...
A su vez, el líder del Senado, Emilio M. González, aprobaba el inicio de negociaciones con singular entusiasmo.
Pero los más afanosos fueron empresarios como Jacobo Zaidenweber. Desde la Cámara de Comercio México-Estados Unidos llamaba en julio de 1990 "a establecer una contraofensiva para limitar las repercusiones que sobre el establecimiento del acuerdo de libre comercio pudiera tener la influencia de grupos estadunidenses eventualmente afectados'' por el convenio.
También Juan Gallardo Thurlow, quien fuera designado representante del sector empresarial en las negociaciones, fue uno de los férreos defensores del tratado y desplegó todos los oficios entre la iniciativa privada nacional para eliminar de rescoldos el camino al acuerdo. Ahora se ve que no pudo defender en las negociaciones ni sus propios intereses en los sectores refresquero y azucarero.
Estuvieron además Rolando Vega, del Consejo Coordinador Empresarial; Hugo Villalobos, de la Concanaco; Roberto Sánchez de la Vara, de la Canacintra, y se les sumaron expertos y catedráticos como Luis Rubio, que era director del Centro de Investigación para el Desarrollo; Mario Ojeda, presidente de El Colegio de México, y Luis Angeles y Arturo Salcido, dirigentes del Colegio Nacional de Economistas.
El salinismo ahogó, con todo el aparato del Estado, las voces disidentes que alertaban sobre los riesgos de pérdida de soberanía, de efectos devastadores en la economía y de que el país se vería invadido por las importaciones; alertaban sobre afectaciones en el sector laboral por la pérdida de empleos y bajos salarios al reducirse la producción nacional; llegarían empresas y mercancía chatarra y, sobre todo, que Estados Unidos no cumpliría los compromisos pactados en el acuerdo.
Cuauhtémoc Cárdenas desde el PRD alertaba también sobre los riesgos que tendría el acuerdo en diversos sectores estratégicos de la economía y de la pérdida de soberanía. Incluso en 1993 retó al propio Carlos Salinas a un debate público sobre el tratado, al cual no respondió el mandatario, e intentó que a la polémica se presentara Serra Puche. Se conformó además la Red de Acción Frente al Libre Comercio, con organizaciones civiles que dieron una fuerte lucha de rechazo al TLCAN.
Hubo algunos personajes que con el paso de los años y su inserción a las esferas del poder, como Jorge G. Castañeda, ex poderoso canciller con Vicente Fox, mudaron radicalmente de una oposición total a la defensa rabiosa del acuerdo.
En Los Angeles Times de marzo de 1990, Castañeda escribió: "un acuerdo de libre comercio de México con Estados Unidos sería una caricatura de la historia y la economía, y el sólo hecho de mencionarlo es un acto de desesperación política". Hablaba de pérdida de autonomía política "a cambio de la prosperidad de ciertas regiones y sectores". Y advertía: "los países que negocian con prisa generalmente terminan regalando toda la tienda, y la tienda de México ya ha sido regalada demasiadas veces".
Sin embargo, Castañeda cambió de opinión como miembro del gabinetazo. Apenas el 5 de este mes, en Veracruz y ante dirigentes de campesinos, indicó que el TLCAN no debe renegociarse, que hacerlo sería "muy costoso" para la sociedad y que en todo caso debe mejorarse y ampliarse "sin pretender deshacernos de él".
En el 90 Castañeda tuvo razón: la tienda mexicana se volvió a regalar.