Armando Bartra
Un campo que no aguanta más /I*
Al grito de "¡El campo no aguanta más!",
el pasado 10 de diciembre miles de campesinos de todo el país, convocados
por El Barzón nacional, la Unión Nacional de Trabajadores
Agrícolas (UNTA) y la Coalición de Organizaciones Democráticas
Urbanas y Campesinas (CODUC), marcharon atronadoramente por las calles
de la ciudad de México, y con violencia contraproducente, pero sintomática,
tomaron el Palacio Legislativo de San Lázaro.
No fue la primera ni será la última manifestación.
Durante 2002 se multiplicaron las acciones de maiceros, sorgueros, frijoleros,
cafetaleros, cañeros, piñeros, ganaderos, deudores rurales.
Y el 3 de diciembre la movilización llegó a San Lázaro,
donde 2 mil 500 campesinos expusieron su problemática ante los diputados
del PRD y del PRI, para marchar después a la embajada de Estados
Unidos, país que con su política agrícola y su prepotencia
imperial es el mayor causante externo de nuestra crisis rural.
Las movilizaciones campesinas recientes han sido convocadas
por la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), la Central Independiente
de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), la Unión Nacional
de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), la Coordinadora
Nacional de Organizaciones Cafetaleras (CNOC), la Asociación Nacional
de Empresas Comercializadoras de Productos del Campo (ANECPC), la Asociación
Mexicana de Uniones de Crédito del Sector Social (AMUCSS), el Frente
Nacional en Defensa del Campo Mexicano (FNDCM), la Red Mexicana de Organizaciones
Campesinas Forestales (Red Mocaf), la Unión Nacional de Organizaciones
en Forestería Comunitaria (UNOFC), el Frente Democrático
Campesino de Chihuahua (FDC) y la Coordinadora Estatal de Productores de
Café de Oaxaca (CEPCO), así como las ya mencionadas: El Barzón
Nacional, la UNTA y la CODUC.
Las demandas de los trabajadores rurales se resumen en
una plataforma común titulada Seis propuestas para la salvación
y revalorización del campo mexicano, en la que se plantea:
1)
La moratoria al apartado agropecuario del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (TLCAN). 2) Un programa emergente para reactivar
de inmediato el campo y otro de largo plazo para reorientar el sector agropecuario.
3) Una verdadera reforma financiera rural. 4) Un presupuesto para 2003
que destine cuando menos 1.5 por ciento del producto interno bruto (PIB)
al desarrollo productivo del agro y otro tanto para el desarrollo social
rural. 5) Una política alimentaria que garantice a los consumidores
que los bienes agrícolas son inocuos y de calidad. 6) El reconocimiento
de los derechos y la cultura de los pueblos indios.
La movilización campesina cuenta con el apoyo de
la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE),
del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), del Sindicato de Trabajadores
de la Universidad Nacional Autónoma de México (STUNAM) y
de la Unión Nacional de Trabajadores (UNT). Pero además,
el programa, firmado por más de 12 organizaciones sociales, tiene
el respaldo explícito del PRD y de sus bancadas legislativas. Adicionalmente,
hay entre diputados y senadores una actitud favorable a las demandas campesinas,
tanto en lo tocante a incrementar la asignación presupuestal agropecuaria
en la Ley de Egresos de 2003, como en una Ley de Energía que otorga
subsidios al diesel y la electricidad de uso agrícola, y en reformas
a la Ley de Comercio Exterior que protegen legalmente a los productores
nacionales frente a las importaciones provenientes del norte. Hay también
posiciones favorables a la revisión y renegociación del TLCAN
en materia agropecuaria.
Hoy, como nunca, los campesinos mexicanos luchan por sus
vidas. En el arranque del nuevo milenio, los trabajadores rurales de todos
los rumbos y todos los sectores están peleando por tener futuro,
por un país donde las comunidades agrarias tengan cabida, por un
modelo de desarrollo con soberanía alimentaria y soberanía
laboral. Y no es una lucha cualquiera, sino un combate por la propia existencia.
Si son derrotados en los próximos meses, la situación de
desastre que ya aqueja a cerealeros, productores de oleaginosas, cafetaleros,
cañeros, piñeros, tabacaleros y demás abarcará
a avicultores, porcicultores, silvicultores... se extenderá, en
fin, a todos y cada uno de los sectores rurales. De seguir así las
cosas, en unos cuantos años el campo mexicano profundizará
su condición de zona de desastre; devendrá páramo
agropecuario y... social.
Y el destino de los campesinos es el destino de todos
los mexicanos. No sólo porque la catástrofe rural se extiende
dramáticamente a las ciudades mediante la migración, sino
también porque un país incapaz de producir sus propios alimentos
y de generar empleos estables y dignos para todos, es un país minusválido
y arrodillado frente al imperio. Un país sin futuro.
II
El desastre rural tiene historia. En los 60 éramos
35 millones de mexicanos, la mitad urbanos y la mitad rurales. En las cuatro
décadas siguientes los 17 millones de campesinos se transformaron
en 24 millones, pero la población de las ciudades creció
mucho más, y hoy son urbanos 72 millones de compatriotas. Así,
en los últimos 40 años los campesinos aumentaron en números
absolutos, pero decrecieron en términos relativos, y la nación
se urbanizó.
En el arranque del milenio, uno de cada cuatro mexicanos
vive en el campo en poblaciones de menos de 2 mil 500 habitantes, aunque
en términos productivos sólo uno de cada cinco económicamente
activos se ocupa en actividades agropecuarias. Sin embargo, esta aún
significativa ruralidad demográfica y laboral, que abarca a 25 millones
de personas, no tiene un proporcional correlato económico, pues
el sector agropecuario apenas aporta alrededor de 5 por ciento del PIB.
Proporción que se ha venido reduciendo, pues en 1992 aún
era de 7.3 por ciento.
Esto nos remite a la bajísima productividad relativa
del trabajo rural, pero nos habla también de la falta de opciones
en la industria y los servicios para una mano de obra agropecuaria que,
pese a sus bajos rendimientos, pocos y malos empleos e ínfimos ingresos,
se mantiene varada en el campo.
Y es que según el último censo agropecuario,
nueve de cada 10 agricultores son, en mayor o menor medida, autoconsuntivos,
y de éstos, sólo cuatro concurren además al mercado
con algunos excedentes o con la parte de su producción correspondiente
a materias primas (café, caña de azúcar, tabaco, copra,
etcétera). Lo que significa que nuestra agricultura produce más
subsistencia que cosechas comerciales; en vez de una función económica
relevante desempeña un sustantivo cometido social.
En el arranque del tercer milenio, la agricultura mexicana
está conformada por unos 4 y medio millones de unidades de producción,
de los cuales, 3 millones corresponden al sector reformado (ejidatarios
o comuneros) y el resto son propietarios privados. Pero de estos últimos,
apenas unos 15 mil poseen empresas grandes, que concentran casi la mitad
del valor de la producción rural, y quizá otros 150 mil tienen
empresas pequeñas. El resto, incluyendo ejidatarios y comuneros,
son minifundios de subsistencia, puramente autoconsuntivos o parcialmente
comerciales. De éstos, menos de la tercera parte genera ingresos
agropecuarios suficientes para vivir, y más de la mitad obtiene
la mayor parte de su ingreso de actividades desarrolladas fuera de su parcela.
Y si la agricultura mexicana tiene un raquítico
desempeño económico, también tiene un mal desempeño
social, pues la subsistencia que produce está en los niveles más
bajos de bienestar. En el campo, ocho de cada 10 personas son pobres, y
de éstas, seis o siete miserables. De modo que, pese a que sólo
una cuarta parte de la población mexicana es rural, dos terceras
partes de las personas en pobreza extrema viven ahí.
III
Los campesinos siempre han sido pobres, pero en los tres
últimos lustros las políticas públicas mercadócratas
han causado a propósito la ruina del México rural. Con el
argumento de que la enorme mayoría de los pequeños productores
agrícolas es redundante pero no competitiva, desde los 80 se emprende
el drenaje poblacional, la purga demográfica que debía librar
al congestionado campo mexicano de 3 millones de labradores sobrantes;
exonerar al agro de más de 15 millones de personas que estaban de
más. ¿Que dónde irían estos desahuciados? A
los planeadores neoliberales el destino de los despedidos de la empresa
rural que ellos administraban les importaba poco. Pero si se insistía,
alegaban que los ex campesinos encontrarían empleo en la industria,
el comercio y otros servicios, para los que anunciaban para los 80 y los
90 un crecimiento de entre 6 y 7 por ciento anual (¿dónde
he escuchado esto?). Como todos sabemos, durante los años del túnel
la economía mexicana prácticamente no creció, y los
expulsados acabaron en la marginalidad urbana, el comercio informal parasitario,
la migración indocumentada; los afortunados encontraron empleo en
las maquiladoras negreras, que en pleno tercer milenio reproducen el régimen
fabril de la Inglaterra decimonónica.
El redimensionamiento genocida -la reconversión
salvaje- se operó mediante cambios legales, como el del artículo
27 constitucional, que dio fin al interminable reparto agrario y abrió
las puertas a la privatización de la tierra ejidal, e indirectamente
de la comunal, pero también mediante una atrabancada y unilateral
desregulación agropecuaria, una reforma que debía potenciar
nuestras ventajas comparativas con vistas en la globalidad. Y en efecto,
la producción de frutas, hortalizas y otros cultivos exportables
ganó terreno a la cosecha de básicos. Pero el saldo siniestro
e indeseable resultó mayor, pues en el mismo lapso las importaciones
alimentarias crecieron exponencialmente y se abismó el ingreso campesino.
Si la cruz de la que hoy penden los campesinos se venía
construyendo desde los 80, los clavos se pusieron en 1994, cuando entró
en vigor el TLCAN. En menos de una década las exportaciones mexicanas
a Estados Unidos pasaron de un muy alto 70 por ciento a un abrumador 90
por ciento, que nos ata por completo a los avatares de la economía
estadunidense. Pero en el caso de la agricultura, el fenómeno más
notable ha sido el impetuoso crecimiento de las importaciones, particularmente
de granos. Así, mientras que entre 1987 y 1993 llegaron 52 millones
de toneladas, entre 1994 y 1999 se compraron 90 millones. Un incremento
de casi 40 por ciento, que en el caso del maíz fue aún mayor,
pues si en el primer lapso entraron 17 millones de toneladas, en el segundo
se compraron casi 30 millones, con un incremento cercano a 70 por ciento.
El resultado fue que al terminar el siglo dependíamos de Estados
Unidos en 60 por ciento del arroz, la mitad del trigo, 43 por ciento del
sorgo, 23 por ciento del maíz y casi toda la soya.
Con esto, México se sumó definitivamente
al curso mundial de creciente dependencia alimentaria de los países
periféricos respecto a los desarrollados. Y es que en el último
medio siglo la producción planetaria de cereales prácticamente
se triplicó, pero con un crecimiento concentrado en las metrópolis,
donde hoy se producen alrededor de 0.7 toneladas de cereales per cápita,
frente a las 0.25 que se cosechan en los países atrasados.
La nueva Ley de Seguridad Agrícola e Inversión
Rural 2002, de Estados Unidos, que incrementa en cerca de 70 por ciento
los subsidios agrícolas de ese país para los próximos
10 años, lo que puede significar la estratosférica cantidad
de 183 miles de millones de dólares, no hace más que profundizar
la asimetría y remachar los clavos de la cruz, pues mientras que
las subvenciones representan en promedio 16 por ciento del ingreso de los
agricultores mexicanos, en Estados Unidos representan ya 23 por ciento.
Por si fuera poco, el primero de enero de 2003 tendrá lugar un acontecimiento
tan trascendente como el alzamiento zapatista del primero de enero de 1994,
pero de signo contrario: para entonces todos los productos agropecuarios
provenientes de Estados Unidos y Canadá podrán entrar a México
libres de arancel. Estamos hablando de aves, puercos, ovinos, bovinos,
trigo, arroz, cebada, café, papas y frutas de clima templado, entre
otros, y derivados como embutidos, grasas, aceites, tabacos, por mencionar
algunos. Ciertamente, quedarán tres excepciones: maíz, frijol
y leche en polvo, que se liberarán íntegramente en 2008.
Pero no hay problema, la Secretaría de Economía acaba de
fijar en 2 millones 667 mil toneladas la cuota para importar maíz
de Estados Unidos, adicional a la que establece el TLCAN, con lo que se
mantiene la política seguida desde 1994 de no cobrar arancel a las
importaciones por encima de la cuota libre de impuesto.
* Intervención en el séptimo Congreso de
la Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca, celebrado
el 12 y 13 de diciembre de 2002