Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 14 de diciembre de 2002
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Política
Armando Bartra

Un campo que no aguanta más /I*

Al grito de "¡El campo no aguanta más!", el pasado 10 de diciembre miles de campesinos de todo el país, convocados por El Barzón nacional, la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas (UNTA) y la Coalición de Organizaciones Democráticas Urbanas y Campesinas (CODUC), marcharon atronadoramente por las calles de la ciudad de México, y con violencia contraproducente, pero sintomática, tomaron el Palacio Legislativo de San Lázaro.

No fue la primera ni será la última manifestación. Durante 2002 se multiplicaron las acciones de maiceros, sorgueros, frijoleros, cafetaleros, cañeros, piñeros, ganaderos, deudores rurales. Y el 3 de diciembre la movilización llegó a San Lázaro, donde 2 mil 500 campesinos expusieron su problemática ante los diputados del PRD y del PRI, para marchar después a la embajada de Estados Unidos, país que con su política agrícola y su prepotencia imperial es el mayor causante externo de nuestra crisis rural.

Las movilizaciones campesinas recientes han sido convocadas por la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), la Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras (CNOC), la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productos del Campo (ANECPC), la Asociación Mexicana de Uniones de Crédito del Sector Social (AMUCSS), el Frente Nacional en Defensa del Campo Mexicano (FNDCM), la Red Mexicana de Organizaciones Campesinas Forestales (Red Mocaf), la Unión Nacional de Organizaciones en Forestería Comunitaria (UNOFC), el Frente Democrático Campesino de Chihuahua (FDC) y la Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca (CEPCO), así como las ya mencionadas: El Barzón Nacional, la UNTA y la CODUC.

Las demandas de los trabajadores rurales se resumen en una plataforma común titulada Seis propuestas para la salvación y revalorización del campo mexicano, en la que se plantea:

1) La moratoria al apartado agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). 2) Un programa emergente para reactivar de inmediato el campo y otro de largo plazo para reorientar el sector agropecuario. 3) Una verdadera reforma financiera rural. 4) Un presupuesto para 2003 que destine cuando menos 1.5 por ciento del producto interno bruto (PIB) al desarrollo productivo del agro y otro tanto para el desarrollo social rural. 5) Una política alimentaria que garantice a los consumidores que los bienes agrícolas son inocuos y de calidad. 6) El reconocimiento de los derechos y la cultura de los pueblos indios.

La movilización campesina cuenta con el apoyo de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), del Sindicato de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (STUNAM) y de la Unión Nacional de Trabajadores (UNT). Pero además, el programa, firmado por más de 12 organizaciones sociales, tiene el respaldo explícito del PRD y de sus bancadas legislativas. Adicionalmente, hay entre diputados y senadores una actitud favorable a las demandas campesinas, tanto en lo tocante a incrementar la asignación presupuestal agropecuaria en la Ley de Egresos de 2003, como en una Ley de Energía que otorga subsidios al diesel y la electricidad de uso agrícola, y en reformas a la Ley de Comercio Exterior que protegen legalmente a los productores nacionales frente a las importaciones provenientes del norte. Hay también posiciones favorables a la revisión y renegociación del TLCAN en materia agropecuaria.

Hoy, como nunca, los campesinos mexicanos luchan por sus vidas. En el arranque del nuevo milenio, los trabajadores rurales de todos los rumbos y todos los sectores están peleando por tener futuro, por un país donde las comunidades agrarias tengan cabida, por un modelo de desarrollo con soberanía alimentaria y soberanía laboral. Y no es una lucha cualquiera, sino un combate por la propia existencia. Si son derrotados en los próximos meses, la situación de desastre que ya aqueja a cerealeros, productores de oleaginosas, cafetaleros, cañeros, piñeros, tabacaleros y demás abarcará a avicultores, porcicultores, silvicultores... se extenderá, en fin, a todos y cada uno de los sectores rurales. De seguir así las cosas, en unos cuantos años el campo mexicano profundizará su condición de zona de desastre; devendrá páramo agropecuario y... social.

Y el destino de los campesinos es el destino de todos los mexicanos. No sólo porque la catástrofe rural se extiende dramáticamente a las ciudades mediante la migración, sino también porque un país incapaz de producir sus propios alimentos y de generar empleos estables y dignos para todos, es un país minusválido y arrodillado frente al imperio. Un país sin futuro.

II

El desastre rural tiene historia. En los 60 éramos 35 millones de mexicanos, la mitad urbanos y la mitad rurales. En las cuatro décadas siguientes los 17 millones de campesinos se transformaron en 24 millones, pero la población de las ciudades creció mucho más, y hoy son urbanos 72 millones de compatriotas. Así, en los últimos 40 años los campesinos aumentaron en números absolutos, pero decrecieron en términos relativos, y la nación se urbanizó.

En el arranque del milenio, uno de cada cuatro mexicanos vive en el campo en poblaciones de menos de 2 mil 500 habitantes, aunque en términos productivos sólo uno de cada cinco económicamente activos se ocupa en actividades agropecuarias. Sin embargo, esta aún significativa ruralidad demográfica y laboral, que abarca a 25 millones de personas, no tiene un proporcional correlato económico, pues el sector agropecuario apenas aporta alrededor de 5 por ciento del PIB. Proporción que se ha venido reduciendo, pues en 1992 aún era de 7.3 por ciento.

Esto nos remite a la bajísima productividad relativa del trabajo rural, pero nos habla también de la falta de opciones en la industria y los servicios para una mano de obra agropecuaria que, pese a sus bajos rendimientos, pocos y malos empleos e ínfimos ingresos, se mantiene varada en el campo.

Y es que según el último censo agropecuario, nueve de cada 10 agricultores son, en mayor o menor medida, autoconsuntivos, y de éstos, sólo cuatro concurren además al mercado con algunos excedentes o con la parte de su producción correspondiente a materias primas (café, caña de azúcar, tabaco, copra, etcétera). Lo que significa que nuestra agricultura produce más subsistencia que cosechas comerciales; en vez de una función económica relevante desempeña un sustantivo cometido social.

En el arranque del tercer milenio, la agricultura mexicana está conformada por unos 4 y medio millones de unidades de producción, de los cuales, 3 millones corresponden al sector reformado (ejidatarios o comuneros) y el resto son propietarios privados. Pero de estos últimos, apenas unos 15 mil poseen empresas grandes, que concentran casi la mitad del valor de la producción rural, y quizá otros 150 mil tienen empresas pequeñas. El resto, incluyendo ejidatarios y comuneros, son minifundios de subsistencia, puramente autoconsuntivos o parcialmente comerciales. De éstos, menos de la tercera parte genera ingresos agropecuarios suficientes para vivir, y más de la mitad obtiene la mayor parte de su ingreso de actividades desarrolladas fuera de su parcela.

Y si la agricultura mexicana tiene un raquítico desempeño económico, también tiene un mal desempeño social, pues la subsistencia que produce está en los niveles más bajos de bienestar. En el campo, ocho de cada 10 personas son pobres, y de éstas, seis o siete miserables. De modo que, pese a que sólo una cuarta parte de la población mexicana es rural, dos terceras partes de las personas en pobreza extrema viven ahí.

III

Los campesinos siempre han sido pobres, pero en los tres últimos lustros las políticas públicas mercadócratas han causado a propósito la ruina del México rural. Con el argumento de que la enorme mayoría de los pequeños productores agrícolas es redundante pero no competitiva, desde los 80 se emprende el drenaje poblacional, la purga demográfica que debía librar al congestionado campo mexicano de 3 millones de labradores sobrantes; exonerar al agro de más de 15 millones de personas que estaban de más. ¿Que dónde irían estos desahuciados? A los planeadores neoliberales el destino de los despedidos de la empresa rural que ellos administraban les importaba poco. Pero si se insistía, alegaban que los ex campesinos encontrarían empleo en la industria, el comercio y otros servicios, para los que anunciaban para los 80 y los 90 un crecimiento de entre 6 y 7 por ciento anual (¿dónde he escuchado esto?). Como todos sabemos, durante los años del túnel la economía mexicana prácticamente no creció, y los expulsados acabaron en la marginalidad urbana, el comercio informal parasitario, la migración indocumentada; los afortunados encontraron empleo en las maquiladoras negreras, que en pleno tercer milenio reproducen el régimen fabril de la Inglaterra decimonónica.

El redimensionamiento genocida -la reconversión salvaje- se operó mediante cambios legales, como el del artículo 27 constitucional, que dio fin al interminable reparto agrario y abrió las puertas a la privatización de la tierra ejidal, e indirectamente de la comunal, pero también mediante una atrabancada y unilateral desregulación agropecuaria, una reforma que debía potenciar nuestras ventajas comparativas con vistas en la globalidad. Y en efecto, la producción de frutas, hortalizas y otros cultivos exportables ganó terreno a la cosecha de básicos. Pero el saldo siniestro e indeseable resultó mayor, pues en el mismo lapso las importaciones alimentarias crecieron exponencialmente y se abismó el ingreso campesino.

Si la cruz de la que hoy penden los campesinos se venía construyendo desde los 80, los clavos se pusieron en 1994, cuando entró en vigor el TLCAN. En menos de una década las exportaciones mexicanas a Estados Unidos pasaron de un muy alto 70 por ciento a un abrumador 90 por ciento, que nos ata por completo a los avatares de la economía estadunidense. Pero en el caso de la agricultura, el fenómeno más notable ha sido el impetuoso crecimiento de las importaciones, particularmente de granos. Así, mientras que entre 1987 y 1993 llegaron 52 millones de toneladas, entre 1994 y 1999 se compraron 90 millones. Un incremento de casi 40 por ciento, que en el caso del maíz fue aún mayor, pues si en el primer lapso entraron 17 millones de toneladas, en el segundo se compraron casi 30 millones, con un incremento cercano a 70 por ciento. El resultado fue que al terminar el siglo dependíamos de Estados Unidos en 60 por ciento del arroz, la mitad del trigo, 43 por ciento del sorgo, 23 por ciento del maíz y casi toda la soya.

Con esto, México se sumó definitivamente al curso mundial de creciente dependencia alimentaria de los países periféricos respecto a los desarrollados. Y es que en el último medio siglo la producción planetaria de cereales prácticamente se triplicó, pero con un crecimiento concentrado en las metrópolis, donde hoy se producen alrededor de 0.7 toneladas de cereales per cápita, frente a las 0.25 que se cosechan en los países atrasados.

La nueva Ley de Seguridad Agrícola e Inversión Rural 2002, de Estados Unidos, que incrementa en cerca de 70 por ciento los subsidios agrícolas de ese país para los próximos 10 años, lo que puede significar la estratosférica cantidad de 183 miles de millones de dólares, no hace más que profundizar la asimetría y remachar los clavos de la cruz, pues mientras que las subvenciones representan en promedio 16 por ciento del ingreso de los agricultores mexicanos, en Estados Unidos representan ya 23 por ciento. Por si fuera poco, el primero de enero de 2003 tendrá lugar un acontecimiento tan trascendente como el alzamiento zapatista del primero de enero de 1994, pero de signo contrario: para entonces todos los productos agropecuarios provenientes de Estados Unidos y Canadá podrán entrar a México libres de arancel. Estamos hablando de aves, puercos, ovinos, bovinos, trigo, arroz, cebada, café, papas y frutas de clima templado, entre otros, y derivados como embutidos, grasas, aceites, tabacos, por mencionar algunos. Ciertamente, quedarán tres excepciones: maíz, frijol y leche en polvo, que se liberarán íntegramente en 2008. Pero no hay problema, la Secretaría de Economía acaba de fijar en 2 millones 667 mil toneladas la cuota para importar maíz de Estados Unidos, adicional a la que establece el TLCAN, con lo que se mantiene la política seguida desde 1994 de no cobrar arancel a las importaciones por encima de la cuota libre de impuesto.

* Intervención en el séptimo Congreso de la Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca, celebrado el 12 y 13 de diciembre de 2002

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