Hermann Bellinghausen
El hombre más discreto del mundo
Bebía. Sólo sabía beber, escuchar y mirar. La mujer le clavaba los ojos en él, severa, con un cansancio de lágrimas en los párpados. Eran las palabras antiguas de la viudas eternas. La mañana esplendorosa, a falta de nubes, se llenaba de grullas a voz en cuello. El tabernero dormitaba en el nicho sobre un tonel.
-Fueron a la guerra al sur de la Gran Muralla y no han regresado.
Si hubiera dicho no regresaron, la esperanza estaría muerta. Pero no dijo así y Li Po lo notó, porque era borracho, pero no tonto. Y la mujer no calló durante un buen tiempo. Monótona, hipnotizada por el dolor, devanó la historia conocida.
El marido, los hijos, los yernos. El emperador los mandó conquistar para mayor gloria del reino nuevos dominios. Y ellos, que no eran nada, lo dieron todo.
Delirio y oscuridad, pensaba Li Po. Un ejército como una columna de hormigas. Una rueda roja espesaba el aire. Los pueblos atacados resistieron a la armada imperial. Festín de tripas para los buitres. La mujer recitaba unas retahíla aprendida de su propia memoria.
El tiempo era joven todavía. Li Po lo ignoraba, y la mujer en mayor medida. Han pasdado trece o catorce siglos. El sol, teñido de púrpura entonces, incontables veces ha perdido y rocobrado su color claro. No tenemos hoy nada que decir, nada, al respecto.
Pero las grullas, vueltas grito, siguen al acecho de las nubes sin saber.
Li Po no dijo nada. Lloró de la mujer, que no lloraba más. Tambores, dijo, es lo que suena allá.
Li Po esperó la noche para cantarle a la luna.