Los indígenas recuerdan a sus seres queridos
ante la indiferencia de turistas y migrantes
Día de Muertos vs. halloween en Michoacán
Las calabazas asoman entre algunas de las ofrendas colocadas
en las tumbas de Pátzcuaro
MARIA RIVERA ENVIADA
Tzintzuntzan, Mich., 2 de noviembre. La conmemoración
del Día de Muertos en Michoacán se encuentra ante un presente
y un futuro inciertos. Mientras las comunidades indígenas aledañas
al lago de Pátzcuaro continúan su ritual de honrar a los
fieles difuntos con ofrendas, respeto y veneración, el presente
migrante de la entidad, donde los hombres apenas pasada la adolescencia
buscan futuro en el "otro lado", comienza a dejar huella. Las autoridades
comunales aceptan que existe un progresivo abandono de sus celebraciones,
así como la adopción de nuevas costumbres.
Ocumicho es un claro ejemplo de los tiempos que corren.
Carteles en las calles expresan una fuerte lucha entre los que se van al
norte y los que permanecen en el pueblo: "Aunque estuviste en EU, aquí
no se festeja el halloween, sino el Día de Muertos. ¡No
al halloween, sí a nuestras tradiciones!". Sin embargo, este
mensaje choca con el que transmiten los grupos de jóvenes recién
llegados de California, Florida o Pennsylvania que se congregan en la plaza
principal, vestidos con ropa moderna y tenis Nike, que van por todas partes
con enormes grabadoras y carteras repletas de dólares.
Hasta el momento, los defensores de la tradición
parecen tener ganada la batalla. Pero las calabazas asoman la cabeza en
los sitios más insospechados. En algunas de las engalanadas tumbas
de Tzintzutzan, además de coronas y flores de cempasúchil,
aparecen estos frutos iluminados por dentro con veladoras. Para los puristas
es un signo inequívoco de los tiempos que vienen, pero los más
optimistas consideran que los indígenas están recurriendo
al viejo y probado método del sincretismo: si no puedes contra en
enemigo, incorpóralo a tu ofrenda.
Pero además del halloween, nuevos fantasmas
acechan las celebraciones a los fieles difuntos. Desencantados del Cervantino
-"donde ya no pasa nada"-, bandas de jóvenes provenientes de diferentes
ciudades del país -principalmente de la capital- toman las
calles de Pátzcuaro y los alrededores durante las festividades.
Tumbas, ofrendas y deudos pasan literalmente inadvertidos. Van a ligar
y a pasarla bien. Así, en el Día de Muertos no faltaron los
que con alcohol y tachas de por medio se pasaron de vivos entre las tumbas
de los panteones.
Indiferencia, refugio de la mayoría
En el cementerio de Tzintzuntzan los inescrutables rostros
indígenas no expresan lo que sienten ante la irrupción de
este mundo lleno de incomprensión y desprecio. No faltan los purépechas
que tratan de explicar sus rituales a los turistas, incluso los invitan
a compartir rezos u ofrendas, pero la mayoría se refugia en la indiferencia.
Qué otra reacción pueden tener ante los grupos de muchachos
que aúllan: "¡Esto está pocamadre! ¡Aquí
sí hay viejas para escoger!"
Los
sitios más visitados por las bandas son las vinaterías. El
alcohol se consume por litros. Al principio buscan calidad, luego, lo que
caiga. La droga empieza a circular, y después todo se vale. En raudos
autos hacen de cuatro carriles carreteras de dos. Peor para los que vienen
en sentido contrario. Convierten en estacionamiento cualquier espacio.
Y las tumbas las transforman en lugares de faje.
Ajenos a esa lógica, los indígenas y los
mestizos del pueblo se acomodan a pasar la noche junto a los suyos. Algunos
sólo llevan petates y cobijas. Otros, levantan junto a las tumbas
pequeñas carpas con plásticos o lonas, y encienden hogueras
para calentarse y cocinar. La mayoría vela toda la noche. Por medio
de anécdotas van recreando a sus seres queridos. Los hijos hablan
del legado de sus padres. Los padres de sueños frustrados, pero
también de lo que les aportaron aquellos seres a su paso por la
vida. Los nietos reconstruyen su pasado. Y la comunidad en conjunto reafirma
sus raíces.
Por eso, no es de extrañar que la ofrenda que preside
el panteón sea la de Lázaro Cárdenas. Bajo un ornamentado
arco de flores y frutos reposa un grabado del ex presidente de México,
y canastos de frutos y tamales. Desde su muerte, la que fuera capital del
reino tarasco le rinde homenaje en estas fechas. Lo consideran uno de los
suyos, por eso no falta quien vaya a darle una vueltecita y a acomodarle
sus flores y sus veladoras.
Cada detalle de las tumbas habla de amor y respeto. Los
ricos arcos, recubiertos de flores, pan de muerto, frutas, dulces de azúcar.
Las decenas de cirios y veladoras. Las viandas envueltas en delicadas servilletas
bordadas. Por ese día al menos, parecen decir los deudos, les pueden
expresar lo que sintieron por ellos. Lo que en aquellos días en
que estaban vivos, y los creían inmortales, no pudieron decirles.
La cripta del niño José Ignacio Delgado,
que falleció el 25 de mayo de 1997, habla de su breve paso por el
mundo. Además de las tradicionales flores amarillas y velas, hay
juguetes y dulces. Un oso de plástico azul, una pelota, varios camioncitos
de madera, e incluso un biberón, relatan los sueños interrumpidos
de sus padres. Las esperanzas que concluyeron con su partida.
Encima de la lápida de otro niño, Manuel
Ortiz, nacido en febrero de 1988 y fallecido en marzo de 1999, también
yacen fragmentos de su vida. Un camioncito de plástico recuerda
sus juegos. Una cesta con un litro de leche, un sobrecito de chocomilk
y un paquete de galletas marías narran sus meriendas. Entre la ofrenda,
la familia colocó varias fotos instantáneas. Destaca una
que lo muestra junto a su madre y un hermano, ante una imagen religiosa.
Los muchachitos de grandes ojos, vestidos a la usanza indígena,
ríen. La joven mujer mira con arrobo a sus hijos, ajena a su destino.
Pero también los adultos tuvieron sus aficiones,
que ahora les recuerdan. En el promontorio de Enrique Estrada, nacido en
1960 y muerto en 1999, además de cientos de pétalos de flores
hay un tequila reposado. Y en el de la señora Josefina Martínez
muchas plantas. No en balde una foto la muestra sonriente junto a su esposo,
ante un pretil repleto de macetas de geranios en flor.
En una esquina del panteón un numeroso grupo de
muchachos entona canciones. A sus muertos les gustaba la música,
comentan. Hay cantos religiosos, pero también corridos o canciones
modernas. Las notas de Cruz de olvido o Caminos de Michoacán
ponen un punto de nostalgia. "Adiós, adiós amor, recuerda
que te amé, que siempre te he de amar / La barca en que me iré,
lleva una cruz de olvido", cantan, mientras escurren las lágrimas
en los rostros de algunas ancianas.
Para los pueblos de la ribera del lago de Pátzcuaro
la festividad donde se entremezclan la dualidad vida y muerte, producto
de las tradiciones precolombinas y cristianas españolas, comenzó
desde el día último de octubre. Hasta años recientes,
en ese día se celebraba la cacería del pato, fecha en que
los pueblos aledaños al lago cazaban el ave que servía para
preparar las ofrendas a los difuntos.
Otra parte de las ceremonias que se realizan en la fecha
es el teruscan, una especie de robo colectivo permitido y apoyado por las
autoridades tradicionales, en el que los jóvenes de las comunidades
toman a escondidas maíz, flores o frutos de las cosechas recientes,
y que posteriormente cocinan colectivamente para la ofrenda de aquellos
difuntos que no tienen quien los recuerde, y que son compartidos por los
asistentes al festejo.
El primero de noviembre también se colocan ofrendas
a los angelitos, aquellos seres que murieron en plena infancia. Para ellos
el ritual tiene características especiales. El primer año
se les coloca un arco con flores de cempasúchil y flor de ánima,
una especie de orquídea propia de la temporada; figuras de ángeles
o animalitos realizadas con azúcar; juguetes, e incluso ropa.
El 2 de noviembre la ofrenda se dedica a los difuntos
adultos. La velación comienza la noche del día primero, con
la preparación de las ofrendas que se han de colocar en las tumbas
o en los altares familiares, y concluye la mañana del 2 con la visita
a los sepulcros. Para los fallecidos recientemente, el rito comienza con
el novenario, que se inicia nueve días antes del Día de Muertos.
Al concluir los rezos se dirigen con la ofrenda al cementerio, donde permanecen
hasta el amanecer del día dos. Tras la misa que se realiza en la
madrugada, las ofrendas son intercambiadas con vecinos o conocidos.
En la época prehispánica, las comunidades
de Michoacán -en lengua náhuatl, lugar donde abunda el pescado-
compartían con el mundo mesoamericano la concepción del mundo
dividido en tres planos: el cielo, que designaban como auándaro,
habitado por el sol, la luna y las estrellas, las águilas y otras
aves. Echerendo, o la tierra, donde habitaban los dioses terrestres que
convivían con los humanos, y que mediante el fuego, los espíritus
de los animales que habitaban el monte, el aire y el agua se hacían
presentes. Y el cumiehchúcuaro, lo profundo de la tierra, morada
de los dioses que gobernaban el mundo de la muerte.
Para esta cultura, el inframundo era el equivalente del
paraíso, un lugar de deleite, pero también el reino de la
negrura o la sombra. El nombre que usaban para este sitio era Pátzcuaro,
que significa lugar de la negrura, es decir, el mundo de la muerte. Pero
Pátzcuaro también era considerado la puerta del cielo, lugar
por donde ascendían las deidades, y asiento temporal de dioses del
fuego y del sol.
Todo ese complejo universo es lo que expresan los rituales
del Día de Muertos, y donde también se señala el fin
del ciclo agrícola. Este es el mundo que las comunidades indígenas
luchan por preservar de las costumbres que llegan del norte, de los que
los ven como un atractivo turístico más, o de las bandas
de jóvenes que sin lazos sociales que permitan un horizonte de sentido
compartido, no tienen espacio para lo sagrado, y mucho menos para el respeto
a lo distinto.