Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 3 de noviembre de 2002
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Política
Los indígenas recuerdan a sus seres queridos ante la indiferencia de turistas y migrantes

Día de Muertos vs. halloween en Michoacán

Las calabazas asoman entre algunas de las ofrendas colocadas en las tumbas de Pátzcuaro

MARIA RIVERA ENVIADA

Tzintzuntzan, Mich., 2 de noviembre. La conmemoración del Día de Muertos en Michoacán se encuentra ante un presente y un futuro inciertos. Mientras las comunidades indígenas aledañas al lago de Pátzcuaro continúan su ritual de honrar a los fieles difuntos con ofrendas, respeto y veneración, el presente migrante de la entidad, donde los hombres apenas pasada la adolescencia buscan futuro en el "otro lado", comienza a dejar huella. Las autoridades comunales aceptan que existe un progresivo abandono de sus celebraciones, así como la adopción de nuevas costumbres.

Ocumicho es un claro ejemplo de los tiempos que corren. Carteles en las calles expresan una fuerte lucha entre los que se van al norte y los que permanecen en el pueblo: "Aunque estuviste en EU, aquí no se festeja el halloween, sino el Día de Muertos. ¡No al halloween, sí a nuestras tradiciones!". Sin embargo, este mensaje choca con el que transmiten los grupos de jóvenes recién llegados de California, Florida o Pennsylvania que se congregan en la plaza principal, vestidos con ropa moderna y tenis Nike, que van por todas partes con enormes grabadoras y carteras repletas de dólares.

Hasta el momento, los defensores de la tradición parecen tener ganada la batalla. Pero las calabazas asoman la cabeza en los sitios más insospechados. En algunas de las engalanadas tumbas de Tzintzutzan, además de coronas y flores de cempasúchil, aparecen estos frutos iluminados por dentro con veladoras. Para los puristas es un signo inequívoco de los tiempos que vienen, pero los más optimistas consideran que los indígenas están recurriendo al viejo y probado método del sincretismo: si no puedes contra en enemigo, incorpóralo a tu ofrenda.

Pero además del halloween, nuevos fantasmas acechan las celebraciones a los fieles difuntos. Desencantados del Cervantino -"donde ya no pasa nada"-, bandas de jóvenes provenientes de diferentes ciudades del país -principalmente de la capital- toman las calles de Pátzcuaro y los alrededores durante las festividades. Tumbas, ofrendas y deudos pasan literalmente inadvertidos. Van a ligar y a pasarla bien. Así, en el Día de Muertos no faltaron los que con alcohol y tachas de por medio se pasaron de vivos entre las tumbas de los panteones.

Indiferencia, refugio de la mayoría

En el cementerio de Tzintzuntzan los inescrutables rostros indígenas no expresan lo que sienten ante la irrupción de este mundo lleno de incomprensión y desprecio. No faltan los purépechas que tratan de explicar sus rituales a los turistas, incluso los invitan a compartir rezos u ofrendas, pero la mayoría se refugia en la indiferencia. Qué otra reacción pueden tener ante los grupos de muchachos que aúllan: "¡Esto está pocamadre! ¡Aquí sí hay viejas para escoger!"

Los sitios más visitados por las bandas son las vinaterías. El alcohol se consume por litros. Al principio buscan calidad, luego, lo que caiga. La droga empieza a circular, y después todo se vale. En raudos autos hacen de cuatro carriles carreteras de dos. Peor para los que vienen en sentido contrario. Convierten en estacionamiento cualquier espacio. Y las tumbas las transforman en lugares de faje.

Ajenos a esa lógica, los indígenas y los mestizos del pueblo se acomodan a pasar la noche junto a los suyos. Algunos sólo llevan petates y cobijas. Otros, levantan junto a las tumbas pequeñas carpas con plásticos o lonas, y encienden hogueras para calentarse y cocinar. La mayoría vela toda la noche. Por medio de anécdotas van recreando a sus seres queridos. Los hijos hablan del legado de sus padres. Los padres de sueños frustrados, pero también de lo que les aportaron aquellos seres a su paso por la vida. Los nietos reconstruyen su pasado. Y la comunidad en conjunto reafirma sus raíces.

Por eso, no es de extrañar que la ofrenda que preside el panteón sea la de Lázaro Cárdenas. Bajo un ornamentado arco de flores y frutos reposa un grabado del ex presidente de México, y canastos de frutos y tamales. Desde su muerte, la que fuera capital del reino tarasco le rinde homenaje en estas fechas. Lo consideran uno de los suyos, por eso no falta quien vaya a darle una vueltecita y a acomodarle sus flores y sus veladoras.

Cada detalle de las tumbas habla de amor y respeto. Los ricos arcos, recubiertos de flores, pan de muerto, frutas, dulces de azúcar. Las decenas de cirios y veladoras. Las viandas envueltas en delicadas servilletas bordadas. Por ese día al menos, parecen decir los deudos, les pueden expresar lo que sintieron por ellos. Lo que en aquellos días en que estaban vivos, y los creían inmortales, no pudieron decirles.

La cripta del niño José Ignacio Delgado, que falleció el 25 de mayo de 1997, habla de su breve paso por el mundo. Además de las tradicionales flores amarillas y velas, hay juguetes y dulces. Un oso de plástico azul, una pelota, varios camioncitos de madera, e incluso un biberón, relatan los sueños interrumpidos de sus padres. Las esperanzas que concluyeron con su partida.

Encima de la lápida de otro niño, Manuel Ortiz, nacido en febrero de 1988 y fallecido en marzo de 1999, también yacen fragmentos de su vida. Un camioncito de plástico recuerda sus juegos. Una cesta con un litro de leche, un sobrecito de chocomilk y un paquete de galletas marías narran sus meriendas. Entre la ofrenda, la familia colocó varias fotos instantáneas. Destaca una que lo muestra junto a su madre y un hermano, ante una imagen religiosa. Los muchachitos de grandes ojos, vestidos a la usanza indígena, ríen. La joven mujer mira con arrobo a sus hijos, ajena a su destino.

Pero también los adultos tuvieron sus aficiones, que ahora les recuerdan. En el promontorio de Enrique Estrada, nacido en 1960 y muerto en 1999, además de cientos de pétalos de flores hay un tequila reposado. Y en el de la señora Josefina Martínez muchas plantas. No en balde una foto la muestra sonriente junto a su esposo, ante un pretil repleto de macetas de geranios en flor.

En una esquina del panteón un numeroso grupo de muchachos entona canciones. A sus muertos les gustaba la música, comentan. Hay cantos religiosos, pero también corridos o canciones modernas. Las notas de Cruz de olvido o Caminos de Michoacán ponen un punto de nostalgia. "Adiós, adiós amor, recuerda que te amé, que siempre te he de amar / La barca en que me iré, lleva una cruz de olvido", cantan, mientras escurren las lágrimas en los rostros de algunas ancianas.

Para los pueblos de la ribera del lago de Pátzcuaro la festividad donde se entremezclan la dualidad vida y muerte, producto de las tradiciones precolombinas y cristianas españolas, comenzó desde el día último de octubre. Hasta años recientes, en ese día se celebraba la cacería del pato, fecha en que los pueblos aledaños al lago cazaban el ave que servía para preparar las ofrendas a los difuntos.

Otra parte de las ceremonias que se realizan en la fecha es el teruscan, una especie de robo colectivo permitido y apoyado por las autoridades tradicionales, en el que los jóvenes de las comunidades toman a escondidas maíz, flores o frutos de las cosechas recientes, y que posteriormente cocinan colectivamente para la ofrenda de aquellos difuntos que no tienen quien los recuerde, y que son compartidos por los asistentes al festejo.

El primero de noviembre también se colocan ofrendas a los angelitos, aquellos seres que murieron en plena infancia. Para ellos el ritual tiene características especiales. El primer año se les coloca un arco con flores de cempasúchil y flor de ánima, una especie de orquídea propia de la temporada; figuras de ángeles o animalitos realizadas con azúcar; juguetes, e incluso ropa.

El 2 de noviembre la ofrenda se dedica a los difuntos adultos. La velación comienza la noche del día primero, con la preparación de las ofrendas que se han de colocar en las tumbas o en los altares familiares, y concluye la mañana del 2 con la visita a los sepulcros. Para los fallecidos recientemente, el rito comienza con el novenario, que se inicia nueve días antes del Día de Muertos. Al concluir los rezos se dirigen con la ofrenda al cementerio, donde permanecen hasta el amanecer del día dos. Tras la misa que se realiza en la madrugada, las ofrendas son intercambiadas con vecinos o conocidos.

En la época prehispánica, las comunidades de Michoacán -en lengua náhuatl, lugar donde abunda el pescado- compartían con el mundo mesoamericano la concepción del mundo dividido en tres planos: el cielo, que designaban como auándaro, habitado por el sol, la luna y las estrellas, las águilas y otras aves. Echerendo, o la tierra, donde habitaban los dioses terrestres que convivían con los humanos, y que mediante el fuego, los espíritus de los animales que habitaban el monte, el aire y el agua se hacían presentes. Y el cumiehchúcuaro, lo profundo de la tierra, morada de los dioses que gobernaban el mundo de la muerte.

Para esta cultura, el inframundo era el equivalente del paraíso, un lugar de deleite, pero también el reino de la negrura o la sombra. El nombre que usaban para este sitio era Pátzcuaro, que significa lugar de la negrura, es decir, el mundo de la muerte. Pero Pátzcuaro también era considerado la puerta del cielo, lugar por donde ascendían las deidades, y asiento temporal de dioses del fuego y del sol.

Todo ese complejo universo es lo que expresan los rituales del Día de Muertos, y donde también se señala el fin del ciclo agrícola. Este es el mundo que las comunidades indígenas luchan por preservar de las costumbres que llegan del norte, de los que los ven como un atractivo turístico más, o de las bandas de jóvenes que sin lazos sociales que permitan un horizonte de sentido compartido, no tienen espacio para lo sagrado, y mucho menos para el respeto a lo distinto.

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