Teresa del Conde
Mural de hierro y plata
El pasado 24 de septiembre se develó una nueva obra artística integrada al Auditorio Nacional. Se trata de Teorema inmóvil, de Manuel Felguérez. En cierto momento se pensó que él realizaría el telón del escenario de ese recinto, pero el proyecto fue cancelado después de una polémica que terminó en la confección del tapiz que reproduce uno de los más famosos cuadros de sandías de Rufino Tamayo. Nunca me pareció adecuada esa opción, en primer lugar porque, como Tamayo no pertenecía ya al mundo de los vivos, no pudo supervisarla directamente, dado lo cual la pieza por un lado deriva de Tamayo en cuanto a diseño, pero no puede adjudicársele totalmente en cuanto a autoría.
Fuera de las piezas que ya existían en el Auditorio (la mayoría horribles) antes de la remodelación radical que llevaron a cabo Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky, no son muchas las que encajan de modo tan congruente con su gestalt. Lo digo porque me parece que la escultura de Vicente Rojo -que es buena- quedó mal ubicada, además de que desde mi punto de vista su proporción no es la adecuada para el sitio en el que está.
La luna, de Juan Soriano, funciona muy bien en el exterior; es una de sus obras públicas mejor logradas y deriva de las espléndidas esculturas en cerámica que realizó a principios de los años sesenta. También en el exterior hay una pieza de Gabriel Macotela que me gustaba mucho, pero como le han introducido un mensaje en caracteres romanos en su parte plana, ya la echaron a perder. Yo desearía que dicha dedicatoria, conmemoración o lo que sea fuera retirada de inmediato.
Un sinfín de personas, la mayoría pertenecientes al ''campo artístico", nos dimos cita en el Auditorio para asistir a la ceremonia presidida por Sara Bermúdez, titular del CNCA; María Cristina García Cepeda, coordinadora ejecutiva del Auditorio Nacional; Enrique Semo, secretario de Cultura del DF, y el titular de Educación Pública, Reyes Tamez.
Antes de escuchar los discursos de rigor, que se caracterizaron porque en su aspecto retórico evadieron la alusión directa a la nueva obra artística, tuvo lugar una audición en la que fue posible de nuevo escuchar el órgano monumental con la interpretación de la Toccata y fuga en re menor de Juan Sebastián Bach. Siempre es y será bienvenida, pero hubiera sido pertinente ofrecer también alguna obra de un compositor mexicano actual.
El poder de convocatoria de Manuel Felguérez es impresionante. La cantidad de artistas plásticos, críticos de arte, promotores culturales, poetas, escritores, etcétera, procedentes no sólo del DF, que allí nos reunimos, fue notablemente mayor a la que representó al resto del público.
Por supuesto, entre nosotros hubo diálogos acerca de la propia pieza, que trasciende su categoría de relieve porque no se percibe la forma en que está sostenida en el espacio que ocupa en el muro oriente de la explanada, donde se colocaron unas 200 sillas para que los asistentes escucháramos a los oradores, terminando con el propio Felguérez, que fue muy escueto en su alocución, aunque se le percibía más que satisfecho.
Las palabras no describen bien la pieza y las fotografías tampoco. Hay que verla in situ. Es un notable mural de hierro que luce delicadísima pátina de plata, oxidada con nitrato. Produce reflejos áureos según reciba la luz, que acentúa las superficies convexas y cóncavas en la parte central. Como parece que la pieza se sostiene sola en el espacio, imaginé que la amarraban tensores ocultos, pero no es así. Pesa 28 toneladas y el espacio hueco de la parte inferior está incrustado por detrás en el muro. Felguérez diseñó la forma en que podría lograrse esto, dejando que los extremos volaran.
El equipo de ingenieros calculistas del Auditorio resolvió los problemas físicos y matemáticos. Toda la estructura es en placa de una pulgada. El perfil o la silueta semeja la de un zepelín o la capota de un automóvil aereodinámico, no es un simple arco rebajado, pues el autor rehuyó totalmente cualquier conato de simetría (sólo hay una especie de friso integrado por las curvaturas del centro, que reafirma en su horizontalidad las diagonales, muescas y curvaturas del resto de la estructura).
Felguérez retornó aquí a la idea de la integración plástica tan en boga en la década de los sesenta, cuando realizó el primer mural abstracto (no tan contundentemente abstracto como la pieza actual) en el cine Diana valiéndose del método de ensamblaje y utilizando chatarra. Siempre me pareció que ese mural de alguna manera metaforizaba la función de los aparatos cinematográficos y su proyección.
Aquí, el espacio frente al mural se convirtió en escenario que tiene como fin observarlo. Se creó así una especie de foro abierto y el puente parece cobijar la forma y ésta coadyuva a la estética austera del muro donde está, cosa que sucede, entre otras razones, por los tornillos visibles que reciben y acentúan la repercusión de la retícula punteada del muro.
Una obra notable, sin duda.