Rolando Cordera Campos
Fin del juego
El secretario Creel tiene razón cuando niega que el país y su gobierno estén paralizados, pero la sola negativa no permite encontrarle sentido a la dinámica política nacional. Si parálisis no hay, lo que sí priva es la sensación de que el "gobierno de Fox no funciona", como lo planteó hace un par de semanas el periódico El Economista.
Puede rechazarse tan tajante juicio y dar un listado interminable de lo que el gobierno hace todos los días, pero de poco servirá si de lo que se trata es de desvanecer la mencionada percepción. Como muestra debería servir a los estrategas mediáticos del gobierno la ineficaz cuanto abrumadora campaña publicitaria sobre lo hecho en estos meses. Deja contentos a pocos y, en cambio, son muchos los que ante la insistencia ruidosa de la campaña se incorporan a esa duda persistente sobre el rumbo y la calidad del gobierno del cambio.
La aceptación casi universal de la democracia como forma de gobierno va de la mano con la insatisfacción y el poco aprecio por los actores de la misma, y es en esta disonancia donde hay que buscar las claves del acertijo que se va a volver desafío para el sistema en su conjunto, si las elecciones de 2003 adoptan el perfil plebiscitario que el Presidente, pero al parecer también la oposición, quiere darle. La vocación autodestructiva que aparece todos los días en los dichos y los despropósitos de los políticos po-dría acercarnos más temprano de lo deseable a una crisis de gobierno inmanejable, pero ese es, por ahora, otro cantar.
El presidente Fox decidió anunciar, sin previo aviso, el fin de la transición y el inicio de la época de cosecha. Los remiendos y las enmiendas a las herencias del pasado se llevaron casi todo su tiempo y atención en estos dos años, pero la hora de pasar a la realización transformadora habría llegado por fin, dijo el Presidente desde Quintana Roo.
Puede que así sea, pero también es claro que el optimismo presidencial ha probado no ser suficiente para despejar un panorama político donde el escepticismo se ha impuesto y el cinismo empieza a apoderarse del ánimo de las propias huestes políticas que llevaron a Fox a la Presidencia. Lo único aparente por ahora es que las voluntades están trabadas por la decisión de todos los protagonistas de no dar un paso adelante, bajo la convicción de que a quien le toca es al otro. La resultante es la parálisis que el secretario de Gobernación niega pero la opinión pública confirma como credo ante tanta confusión ambiente.
Superar esta trampa debería ser la tarea urgente de la política y de los políticos de la democracia. La reforma de la industria eléctrica propuesta hace unos días podría ser un escenario útil para poner a prueba la decisión del gobierno de echar para delante y salir del estancamiento. Para mostrar qué tanto está dispuesto a hacer, más que a decir, para convencer de sus dichos recientes sobre el arranque de una nueva etapa política nacional.
Sin las precipitaciones verbales que han acompañado otras iniciativas relevantes y frustradas, la de la electricidad se ha presentado bien y algunos de los funcionarios responsables se han esmerado en cuanto a claridad y sencillez explicativas. De continuar por esa vía y de hacer a un lado los alaridos de algunos de sus más exaltados partidarios, en el sector privado y en su partido, el Presidente podría demostrar, por primera vez, que ha entendido que la política no es cosa de decretos ni secretos, sino de acuerdo y persuasión, y que poner por delante los deseos o las esperanzas no asegura el éxito de empresa alguna.
Montar una ronda creíble de deliberación en el Congreso en torno a la reforma eléctrica puede servir a los fines de esa política constructiva para después de la transición. Puede, incluso, llevar a definir para el país un horizonte energético sólido y sensato, en el cual manden las necesidades nacionales y no los egoísmos corporativos, por encima de extrañas obcecaciones ideológicas arcaicas y, sobre todo, de la avidez por "el negocio" que embarga a muchos de los voceros y representantes empresariales.
Los datos y las proyecciones que supuestamente dan racionalidad y visión de largo plazo a la reforma constitucional propuesta tienen que pasar la prueba de ácido de la comprensión pública positiva y, desde luego, hacer frente a la revisión cuidadosa del rigor que debe sustentarlas. No tenemos esa práctica en la política democrática mexicana, y el Congreso ha renunciado a usar para esos fines a los órganos de análisis y evaluación con que cuenta, los mantiene en la sombra y deja que de ello se encarguen otros, dando lugar a una feria de interpretaciones y declaraciones que sólo oscurecen el debate, desembocan en la parálisis deliberativa y legislativa y en el reforzamiento consiguiente de la duda que, al fin de cada ejercicio, parece ya más bien una certeza razonable de que el país no avanza y el gobierno "no funciona".
De poco servirá para el debate convocado la obstinación del gobierno en hacer y rehacer sus propios indicadores, dándolos por buenos porque provienen de su buena fe. El contar con señales y cálculos sustentables racionalmente es el punto de partida para una deliberación productiva, y es aquí donde resalta de nuevo el tema de la información y su control y factura públicos y transparentes. No se puede proponer una nueva fase política y al mismo tiempo negar las realidades difíciles con las que dicha nueva política tiene obligadamente que contender.
Las necesidades de México son muchas y se han acumulado. Se les vea o no como herencia, el hecho es que los últimos gobiernos se han dedicado a inventar un pasado a conveniencia, que los disculpe de formular una agenda para lidiar con una realidad hostil y amenazadora. Pero esta permanente posposición sin fecha de término de una agenda real puede tener pronto desenlaces negativos, por la vía de irrupciones "antisistémicas" como las de Atenco o, en el pasado, las zapatistas en Chiapas, o mediante el uso legítimo pero corrosivo de la abstención electoral.
Dar señales claras de una vida política renovada es cada día más urgente para la democracia mexicana. Afirmar la vía institucional de concertación en el Congreso, deliberativa y abierta, sería un buen paso para mostrar que, en efecto, llegó a su término la transición y empezamos a construir otra forma de gobierno. Podríamos entonces decir que terminó el juego de abalorios con el pasado y empezó la política terrenal para el futuro. Urge ver a un gobierno realmente dedicado a hacer política... y ésta se hace en primer lugar con los otros, con los que no hay acuerdo previo.