En el sindicato magisterial sólo decidía
el Padrino
Fueron años en los que el nombre del secretario
general del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE)
en turno podía no saberse, pero desde el más modesto trabajador
de la SEP hasta el más prominente funcionario conocía quién
era Carlos Jonguitud Barrios.
Entre 1972, fecha en la que tomó por la fuerza
el control del sindicato nacional con la ayuda del presidente Luis Echeverría,
y 1989, momento en el que cayó de la gracia de su tocayo Salinas
de Gortari, él fue el hombre fuerte del gremio de los trabajadores
de la educación, su líder vitalicio, guía moral y
asesor permanente. Una medalla al mérito sindical fue instituida
en su honor en 1980 para honrar a sus más destacados seguidores.
Comenzó
su carrera de "servicio al magisterio" nacional cargando los portafolios
de sus superiores, a los que luego traicionó para encumbrarse en
la dirección sindical, tal como su Pigmalión, Elba Esther
Gordillo, hizo con él 17 años después. Trepó
en el escalafón de la ignominia en 1960 cuando apedreó y
lanzó cohetes y cubetadas de agua a los maestros democráticos
del Distrito Federal encabezados por Othón Salazar.
Profesor y licenciado, egresado de la Normal Rural de
Tenería, director del ISSSTE, presidente del Congreso del Trabajo,
secretario de organización del PRI, gobernador y senador por San
Luis Potosí, fue, además, cacique político de su estado,
en la tradición de personajes como Saturnino Cedillo y Gonzalo N.
Santos.
Político pantanero, prisaurio aventajado en las
malas mañas de la política corporativa, criatura del echeverrismo,
forjó el instrumento de su poder: Vanguardia Revolucionaria. Conquistó
el control del gremio no por medio de las elecciones, sino tomando por
la fuerza el edificio del SNTE el 22 de septiembre de 1972, con la ayuda
de su amigo en Los Pinos, para deshacerse de los "emisarios del pasado".
Dos años después fue nombrado secretario general del sindicato.
Aunque desde 1977 no ocupó la dirección
formal del SNTE, sus sucesores fueron designados por él, generalmente
de entre su círculo más cercano de colaboradores, procurando
siempre que tuvieran poca fuerza política. Eran sindicalistas caravaneros
y lamebotas, alejados de las cúpulas de la burocracia política,
cuyo trato fue, invariablemente, facultad patrimonial de Jonguitud.
Los aspirantes fuertes, con base de poder real, eran siempre
obligados a competir entre sí para que llegaran debilitados en su
camino a "la grande" y se vieran forzados a aceptar posiciones de segundo
nivel. En la pelea no había más que un árbitro: El
Padrino. Su palabra era la última. Al final, él se encargaba
de conservar unida a la familia vanguardista. Resultaba triunfador indiscutible
de todas las querellas en la cima.
Combatió siempre toda injerencia de políticos
y gobernadores que no pasara por su aprobación. La democracia fue
un lujo que no admitió en su sindicato.
La violencia contra los opositores fue una constante.
Hasta el final de su reinado su fe priísta no tuvo quebrantos. Lo
demostró campaña electoral tras campaña, lo mismo
en miltitudinarios acarreos de alumnos en homenaje a candidatos del tricolor
que en la promoción de brigadas magisteriales para organizar fraudes
electorales "patrióticos" como el de Chihuahua. Porque entre los
profes había "demasiados gallos para tan poquito gallinero" procuraba
hacer de sus compañeros diputados, presidentes municipales o regidores.
Nunca vio satisfecha su más cara aspiración:
ser titular de la Secretaría de Educación. Logró,
empero, tejer dentro de la SEP una intrincada red de intereses que le permitió
hacer de puestos como los directores de escuela o supervisores, personal
sindicalizado. Sus hombres llegaron a controlar la educación en
casi la mitad de los estados del país y en posiciones claves de
la secretaría. Pudo así frenar con eficacia los proyectos
de modernización de la institución que desafiaban su poder.
Combinando lealtad con chantaje, Jonguitud preservó
el control del sindicato durante 17 años. Hasta que, en 1989, la
combinación de una enorme movilización del magisterio de
base por aumentos de salarios y por la democratización del sindicato
le permitió al presidente Carlos Salinas deshacerse de su cacicazgo
para designar a uno más débil y menos burdo: el de Elba Esther
Gordillo. El potosino se fue entonces de la misma forma en la que había
llegado.
Encumbrado, vivió las glorias del poder embalsamado
en vida. Caído en desgracia, hoy es apenas una sombra de sí
mismo.
ROSA ELVIRA VARGAS Y JENARO VILLAMIL