Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 25 de junio de 2002
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Mundo
Pedro Miguel

Adiós a los trenes

Esta semana -hoy, mañana y el viernes próximo- dejarán de circular los carros de Amtrak por las vías férreas de Estados Unidos, y ante esa noticia uno se acuerda de las tardes del verano de 1976, cuando atravesaba los bosques de Pensilvania a bordo de un vagón plateado, entre ruidos rítmicos y reconfortantes, cuando el planeta no era un sitio en el que se prohibiera fumar; uno podía imaginarse un mundo sin capitalismo, sin miseria y sin prejuicios sexuales, pero habría sido impensable un mundo sin trenes. Uno podía pensar que estaba enamorado para siempre (y nunca lo estuvo) de una tal Louise, y agradecido para siempre (y lo sigue estando) con una tal Sylvia: la inalcanzable y el hada madrina. Uno podía, además, aspirar a que un día comprendería a fondo los grundrisse y que de ahí tomaría las claves para dotar de zapatos, vacunas y escuelas a todos los niños del Tercer Mundo, pero no habría logrado imaginar que el socialismo real sucumbiera por el afán de sus habitantes de estrenar tenis Nike. Lo anterior es una simplificación realmente burda, por supuesto, pero no tanto como la realidad de un mundo sin trenes.

En este lamento se reconoce a leguas una sensiblería y un provincianismo cronológico insufribles, porque a lo largo de muchas centenas de miles de años la humanidad ha vivido sin ferrocarril, y en extensas regiones del mundo ese símbolo decimonónico y vigesimónico de progreso nunca ha tenido existencia significativa. Pero para una buena cantidad de humanos de esas épocas, lo más significativo de su existencia (viajes, trabajo, amores, literatura, historia nacional, teatro, cine) está vinculado a locomotoras, durmientes, estaciones nostálgicas y vagones.

El gobierno de Porfirio Díaz tendió vías férreas por medio México y pensó que así preparaba al país para la llegada del siglo XX. Pero lo que llegó por la trama de los rieles fue el gran incendio de la Revolución, con toda su carga de civilización, de barbarie y de cultura, y con sus semillas de luz y de autoritarismo, de civismo y cacicazgos, de legalidad y corrupción. Desde la Segunda Guerra Mundial, México se desinteresó de su estructura ferroviaria, apostó por el asfalto en detrimento de las vías férreas y dejó morir sus trenes. Hoy en día, Ferrocarril de Cuernavaca es una cicatriz sin sentido que atraviesa la ciudad de México y en la que florecen especies vegetales comunes, pero insólitas al lado del Periférico: maíz, trigo, sorgo y frijol, entre otras plantas cuyas semillas cayeron ahí, inadvertidamente, transportadas por furgones ferrocarrileros.

Ahora es el turno de Amtrak. El gobierno de Bush Jr. piensa que "el sistema ferroviario público debe dejar de ser subsidiado y adaptarse a la realidad del mercado", según lo expresó Norma Mineta, secretaria de Transporte. La frase huele tanto a manual privatizador que no parece pronunciada por una funcionaria gringa, sino por un presidente latinoamericano, y además descobija la inepcia administrativa de Washington, porque en los países europeos el que los ferrocarriles se adapten a la realidad del mercado no necesariamente ha sido sinónimo de quiebra y extinción inmediata.

Esa realidad del mercado, es decir, sin trenes, va a ser dura para muchos estadunidenses. No se trata sólo de asuntos sentimentales y de nostalgias absurdas, sino de pérdida de empleos, de puntos de referencia y también, a fin de cuentas, de un medio de transporte eficaz y mucho más grato que los autobuses Greyhound, con sus asientos estrechos repletos de monjas plácidas y de asesinos seriales en busca de un Tarantino que los convierta en personajes de la pantalla. No es que uno tenga nada personal contra las religiosas ni contra los jóvenes valores de la nota roja. Si alguna enseñanza positiva nos dejó el siglo XX es que cada cual hace con su vida lo que quiere, y que puede hacerlo a bordo de un autobús, de un tren, de una balsa de migrante, de un avión o de un coche. Ocurre, simplemente, que en los espaciosos vagones de Amtrak el ambiente era más relajado y afable que el hacinamiento característico de los buses, y que en el tren uno podía desentenderse del entorno y del prójimo, y ponerse a pensar en Kant o en el cangrejo, en amores reales o imaginarios, en amistades que siempre sí han durado toda la vida y en complots en favor de la sociedad igualitaria. Escribo esta frase en pasado porque el sistema ferroviario de Estados Unidos va a desaparecer entre mañana y el domingo, porque a diferencia de aquellos tiempos en los que uno fatigaba la costa este a bordo de los vagones de Amtrak hoy sabemos que no será tan fácil ni tan rápido resolver los problemas de la humanidad y porque, a diferencia de ese entonces, hoy, cuando uno ama, tiene cierta certeza de que es cierto y todo lo demás es relativo.

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