POLICIAS HOMICIDAS
El
asesinato del menor Josué Ulises Banda Cruz, perpetrado el lunes
por la noche en la colonia Ramos Millán de esta capital por un elemento
de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) del gobierno
capitalino, es el más reciente episodio de una exasperante cadena
de homicidios de ciudadanos a manos de efectivos policiales de distintas
corporaciones.
El pasado 30 de marzo Guillermo Vélez Mendoza murió
a bordo de una patrulla de la Agencia Federal de Investigaciones; las versiones
de la Procuraduría General de la República atribuyeron indistintamente
el deceso a la asfixia provocada por una llave china y a la supuesta obesidad
o a la condición diabética de la víctima. Mes y medio
más tarde, el militar José Gabriel Martínez Romero
fue detenido por escandalizar en un hotel de Tlalpan, y murió cuando
era trasladado por efectivos de la SSP de una agencia del Ministerio Público
a otra. El Servicio Médico Forense estableció, en la autopsia
de ley, que el deceso se debió a pancreatitis hemorrágica
y a infartos pulmonares provocados por golpes.
Estos delitos de policías en activo obligan a evocar
los tiempos nefastos en que policías capitalinos, bajo el mando
de Arturo Durazo Moreno y Carlos Hank González, sembraron de cadáveres
el río Tula, o la época más reciente de Oscar Espinosa
y del general Salgado Cordero, en la que los tripulantes de una patrulla
asesinaron a patadas a un sujeto porque lo descubrieron orinando en la
vía pública, y en la que efectivos de los agrupamientos de
zorros y jaguares perpetraron una indignante matanza en la colonia Buenos
Aires.
Entre los viejos tiempos y los actuales hay una diferencia
inocultable: la determinación, en el caso de las autoridades capitalinas,
de esclarecer los hechos y de presentar a los culpables a la justicia.
Pero entre la era de los gobiernos priístas --federales y urbanos--
y la época actual, de autoridades democráticamente electas,
hay también un alarmante factor de continuidad: la presencia, en
las filas de las corporaciones policiales, de peligrosos asesinos, dispuestos
a ejecutar a ciudadanos por simples faltas administrativas o por resistencia
al arresto.
Desde esta perspectiva, el saneamiento y la moralización
de los cuerpos policiales --federales, estatales y municipales-- sigue
siendo una asignatura pendiente, y urgente, de la penosa y accidentada
transición hacia la plena democracia y la vigencia del estado de
derecho.