MUSICA
Pablo Espinosa
22/05/02
UNA IMAGEN EN el camerino: Rubén González
escucha a lo lejos el estruendo de la música clásica de Cuba
que retumba desde el escenario del Auditorio Nacional hacia el bajo vientre
y el alto corazón de 10 mil almas vivas.
TIENE FRENTE A sí, tras bambalinas, un piano
eléctrico hacia cuyas teclas inclina su delgada línea humana.
En el momento del clímax de la orquesta, de la multitud y de su
espíritu, dibuja -siempre en la soledad del camerino- en el aire
un par de acordes con los dedos sobre el teclado que flota solamente en
el magín, porque en la realidad Rubén hizo sonar el aparato
antes del concierto.
EN
ALGUN LUGAR del universo se encontraron los sonidos: el unísono
que formaron los vítores, la orquesta y el pianismo anticipado de
Rubén González.
ESA VISION QUE pareciera emergida del entresueño,
de alguno de esos pliegues que confirman las leyendas, aconteció
la noche del miércoles 22 de mayo de 2002, gesta que exhibe desde
ahora un letrero que en otros casos resbala en el cliché, el ripio
y el lugar común: "noche histórica", pero que en este caso
es rotunda y absolutamente cierto.
LO ES, DE acuerdo con el principio filosófico
heredado por Chava Flores: por múltiples razones. Entre otros valores,
fue la noche en que Cuba y México, representados aleatoriamente,
refrendaron su hermandad hermosa. Fue también el momento en que,
de manera sencilla como son la idiosincracia cubana y la mexicana, se realizó
la ceremonia de traslado de estafeta, cambio de poderes, cesión
del trono, renovación generacional. ¿No veremos más
una noche así, a la vieja guardia entera junto a los jóvenes
maestros? ¿Adiós a nuestros mayores? La respuesta está
flotando en el ambiente, está en el viento: loor, la vida guarde
a nuestros maestros.
OCURRIO ASI EL intersticio de la historia que otro
lugar común conoce con la frase de "el rey ha muerto, viva el rey".
Una ceremonia del adiós pero ante todo una fiesta de la vida. En
el escenario, músicos de edad avanzada tejiendo obras maestras con
jóvenes de avanzada. El relevo generacional, garantizado. La calidad
de la música clásica de Cuba, en otra de sus eras de oro.
El revival que muchos no acaban de entender, que otros viven como
nueva mera moda y otros más rebotan esnobismo. Es la música
clásica de Cuba renovada, en una marea que llegó a México
hace siete años, a través de un par de artículos del
maestro Hermann Bellinghausen en La Jornada y después en
forma de discos compactos merced al trabajo cultural de Eduardo Llerenas
y Mary Fahrquarson. El resto, lo dijo Shakespeare, es silencio.
LO MIRARON Y escucharon 10 mil cráneos vivos:
al inicio del concierto los grandes maestros y sus grandes alumnos, jóvenes
y viejos integrantes del trabuco conocido como la orquesta Buena Vista
Social Club, se enfrascaron en responsorio público: mientras en
las pantallas laterales transcurrían las imágenes del filme
de Wim Wenders y cantaba en celuloide lo que antes era celulitis, en el
micrófono se turnaban las estrellas coplas in memoriam Puntillita,
el primero de entre esa orquesta que ha caído al Hades.
DURANTE EL CONCIERTO, empero, se expandió
el sentido luminoso de la vida. Eros y Thánatos, lo dionisiaco y
lo apolíneo, Hegel y Descartes. El método socrático:
cuando ya no esté sobre la escena Ibrahim Ferrer, nadie en el planeta
abrirá las vocales, expandirá la línea de canto ni
formará un estanque (en el que Arquímedes gritó ¡Eureka!)
como Rimbaud con sus vocales, así como tampoco nadie más
pondrá chinita la piel con las vocales hipersensualizadas que emergen
de la boca de la hermosa reina Omara Portuondo y nadie de entre el público
podrá decir: yo sé cómo suena la auténtica,
la prístina música clásica de Cuba, la de su era de
esplendor, la de mediados del siglo veinte, de la misma manera que hoy
en día en el mundo entero nadie puede decir cómo sonaba exactamente
la música de Bach porque no hay quien viva cinco siglos. Salvo la
música, que salva.
AL FINAL DEL concierto, las mismas estrellas en
el escenario y las mismas almas en el butaquerío levantamos la mano
derecha y la agitamos suavemente en señal de adiós. En el
proscenio, don Rubén González, que no participó en
el concierto debido a evidentes motivos de salud y edad, apareció
en silla de ruedas con un rictus de dolor físico y metafísico.
En las pantallas de nuestra mente transcurría entre tanto la imagen
sonriente de Rubén González en ese mismo escenario y en el
teatro Metropólitan hace pocos ayeres con su broma favorita: un
arpegio, una sucesión de notas recorriendo el teclado entero hasta
terminar tocando en el aire notas imaginarias que sin embargo sonaban en
la realidad, en un acto de magia que solamente en un concierto puede hallarse.
Esa broma mozartiana y favorita de Rubén González se nos
quedará toda la vida, lo que dure una sonrisa musical flotando.
PERO EL REY no ha muerto. Lo que vive es la música
clásica de Cuba.