Horacio Labastida
Constitución ¿obsoleta?
Cuando un pueblo advierte que sus grandes problemas tienen
tal magnitud que trascienden los límites de las normas fundamentales
vigentes, se plantea en su conciencia la necesidad de cambiarlas o reformarlas,
a fin de purgar obstáculos y generar el deseado bienestar, tal como
ha sucedido en nuestro país desde la insurgencia de 1810 y el esfuerzo
por dar forma política a la nación, a cargo del Congreso
de Anáhuac (1813-1815). El problema era la independencia de la corona
española por la vía de una república democrática
y justa, y así fue resuelto en el Decreto Constitucional de Apatzingán
(1814), documento que buscó prevenir el presidencialismo autoritario
acrecentando las facultades del Congreso y atribuyendo al Ejecutivo tres
titulares que alternaríanse cada cuatro meses. La experiencia absolutista
de virreyes y oidores coloniales da la razón a los diputados que
acotaron las tentaciones absolutistas del presidente.
El fracaso de Iturbide indujo en el nuevo Congreso de
1823 una apercepción de las críticas circunstancias: la cuestión
principal era mantener la unidad de la república ante el inminente
peligro de dispersión con que la amenazaban caciques regionales
y locales. El pluralismo centroamericano no debía florecer en México
y se evitó al aprobarse la primera república federal en la
asamblea de San Pedro y San Pablo (1824). El optimismo federalista fue
estimulante en el cuatrienio de Guadalupe Victoria (1824-28), aunque no
evitó las contradicciones que estallarían años adelante.
La generación ilustrada de Gómez Farías y Mora resultó
defenestrada por el fundador del presidencialismo autoritario: López
de Santa Anna y su bandera de fueros y privilegios. Santa Anna declaró
obsoleta la Constitución de 1824, porque necesitaba amacizar una
dictadura disfrazada de democracia que hiciera retroceder la historia hacia
una nueva nobleza monárquica paralizadora del devenir social. El
federalismo fue sustituido por el centralismo de 1836 y 1843, y el federalismo
de 1824 que recobró Mariano Otero en el acta constitutiva y de reformas
(1847) no dio los frutos esperados por la brutal agresión estadunidense
que activó el presidente estadunidense James K. Polk (1845-49).
En ese drama la felonía santanista hizo posible la pérdida
de más de la mitad del territorio a favor del imperialismo expansionista
del Tío Sam.
La traición de Santa Anna no impidió su
tiranía de 1853, propiciada por el conservadurismo de Lucas Alamán
y el militarismo de José María Tornel y Mendívil.
Sin embargo, el tirano, que se hizo llamar alteza serenísima
y colmó a las gentes de tributos, concluyó expulsado por
los revolucionarios de Ayutla (1855), antes de la reunión constituyente
que pretendió despejar las dificultades del país con el código
de 1857, es decir, recobrar por tercera ocasión el federalismo y
arreglar la antinomia entre la mano muerta del clero y la movilización
de la riqueza. El desenvolvimiento industrial imaginado por los juaristas
se vio pulverizado durante la Guerra de Tres Años y la invasión
francesa de 1862. Juárez fue relecto cinco años después,
murió en 1872; Sebastián Lerdo de Tejada no supo legitimarse
democráticamente y Porfirio Díaz asumiría (1876) una
presidencia abierta a las inversiones del supercapitalismo, sobre todo
a partir del ascenso de José I. Limantour (1893) al ministerio de
Hacienda. Las subsidiarias tomaron para sí los grandes negocios,
transfirieron a sus matrices altos porcentajes de las utilidades, y poco
a poco el poder político se vio determinado por el poder económico
extranjero, cambio que originó extendidas pobrezas en las clases
medias y trabajadoras. Quedó evidenciado que el capitalismo trasnacional
actúa maximizando ganancias y minimizando costos, o sea, optimizando
a la vez su riqueza y agudizando las pobrezas generales.
La revolución de 1910 fue negación de ese
grave desequilibrio y la Constitución de 1917, en su artículo
27, orientó al Estado hacia la recuperación de recursos en
patrimonios ajenos, al uso de éstos en el desarrollo nacional y
al asentamiento de una economía de justa distribución del
ingreso por la armonización de la propiedad nacional, social y empresarial.
En otras palabras, la Constitución de 1917 es vigente y reconocida
en la medida en que se identifica con la voluntad de las familias, al postular
que el poder político debe atender las demandas del pueblo y proteger
sus derechos de autodeterminación con una política internacional
que active la prosperidad común sin el arbitrario señorío
de imperios hegemónicos.
Garantizar un mejoramiento interno justo y aceptar una
globalización fundada en el ejercicio libre de la soberanía
de los pueblos, principios esenciales de la Constitución vigente,
¿la hacen acreedora de la calificación de obsoleta que le
atribuye el presidente Fox? ¿Es acaso obsolescencia aspirar a la
bonanza justa de las naciones y del mundo entero?