EL FUTURO Y EL PRD
En
sentido inverso a los pronósticos, las elecciones internas en el
Partido de la Revolución Democrática (PRD) prácticamente
concluyeron ayer --los resultados oficiales serán dados a conocer
el jueves-- al admitir Jesús Ortega el triunfo de su contendiente,
Rosario Robles.
La jornada electoral no estuvo exenta de irregularidades
pero, más allá de esos problemas que nadie esconde, lo relevante
es que se saldó con un mensaje partidista que invita a la unidad,
a abordar las diferencias en términos más constructivos.
La actitud del senador Ortega debe ser valorada en su
justa dimensión en tanto que desactivó posibles conflictos,
alentados sin recato, dicho sea de paso, por no pocos medios de comunicación.
Jesús Ortega tuvo la entereza de salir al frente
y declarar que las tendencias del voto no lo favorecían y que, por
lo mismo, no tenía empacho en reconocer el triunfo de Robles.
Queda ahora por delante, para la nueva directiva nacional,
lo más complejo, ubicar al PRD en su papel de partido opositor de
izquierda, un rol que fue perdiendo perfil en el fragor de las disputas
internas y, sobre todo, de decisiones por demás desafortunadas,
como la registrada en el Senado, el año pasado cuando la bancada
perredista se sumó a la aprobación de una ley indígena
contraria a los intereses de los pueblos indios.
Ser de izquierda no pasa por ir contra todo, contra todos.
Ser de izquierda debería ser un ejercicio político tan sencillo
como ser de derecha, sin afrentarse. Cada quien en su lugar, con sus banderas,
con su ideología, con sus reivindicaciones.
Lo políticamente correcto no es sino una moda que,
por lo visto en otras latitudes, empuja al desdibujamiento de las izquierdas
que, temerosas o excesivamente prudentes --o ambas-- acaban siendo engullidas
por las derechas modernas, entendidas éstas como lo que realmente
son, derecha pura.
El PRD tiene ante sí un enorme desafío:
convencer a la ciudadanía de que sus propuestas merecen ser estudiadas
y tenidas en cuenta, y deberá afrontar el reto desde la izquierda,
sin simulaciones vergonzantes. El resto del espectro político-electoral
ya está cubierto desde hace mucho tiempo.
ESPAÑA: DEMOCRACIA TORTURADORA
El
caso del joven vasco Unai Romano, quien el año pasado fue detenido,
torturado e incomunicado por la Guardia Civil por considerarlo sospechoso
de pertenecer a la organización terrorista ETA, y que ha sido narrado
en estas páginas en días pasados, es la punta del iceberg
de un fenómeno habitual en los cuarteles policiales de España.
Para el gobierno de José María Aznar y para
sus socios de la Unión Europea (UE), presidida en estos meses por
el propio Aznar, lo anterior es una verdad incómoda, políticamente
incorrecta e impresentable. En esa lógica, el régimen madrileño
suele descalificar cualquier denuncia en este sentido como parte de campañas
de opinión favorables a ETA y a su entorno.
Sin embargo, Amnistía Internacional, organismo
dotado de gran autoridad moral en el mundo e insospechable de simpatías
etarras --en numerosas ocasiones ha condenado los atropellos y crímenes
del separatismo armado-- ha señalado con frecuencia el horror de
la represión regular y sistemática que las autoridades de
Madrid mantienen contra vascos no necesariamente vinculados a la organización
terrorista. En un documento publicado en junio de 1999, el organismo humanitario
señaló "la persistencia de denuncias de tortura y malos tratos
formuladas por personas sospechosas de haber cometido algún delito,
a las que se ha recluido en régimen de incomunicación; la
continuada impunidad relacionada con los procesos judiciales vinculados
a violaciones de derechos humanos y la dispersión de presos a lugares
alejados de sus hogares". Más tarde, en su informe anual correspondiente
a 2001, se refirió a presuntos etarras que fueron "torturados mientras
permanecían recluidos en régimen de incomunicación".
La historia de Unai Romano encaja a la perfección
en este modelo de accionar represivo y su testimonio habría podido
corresponder a un disidente de la dictadura militar chilena, un habitante
del estado de Guerrero durante la guerra sucia de los años 70, un
combatiente salvadoreño en la década siguiente, a un palestino
en una cárcel israelí o de un activista político de
Turquía o Marruecos en cualquier momento de la historia moderna.
La singularidad del joven vasco no consiste en el trato
que recibió de sus captores, sino en el hecho de que formalmente
es ciudadano del Estado español, país integrante de la UE,
a cuyo gobierno corresponde, por estos meses, la presidencia del organismo
continental. Los guardias civiles que deformaron a golpes el rostro de
Romano hasta dejarlo irreconocible revelaron, sin querer, el verdadero
rostro de un gobierno represivo, antidemocrático y violador de los
derechos humanos que gusta de presentarse como paladín de la legalidad
y la democracia.
La denuncia de las atrocidades policiales españolas
--y cuyas víctimas no son sólo los vascos sospechosos de
terrorismo, sino también los inmigrantes africanos y latinoamericanos--
no implica, ni mucho menos, un intento de legitimar la barbarie etarra;
el gobierno de Madrid, en cambio, con la persistencia de estas prácticas
criminales, alienta, posiblemente de manera intencional, el salvajismo
de signo contrario.