El lago de los cisnes
Sólo una técnica limpia
CESAR GÜEMES
A
lo menos que el espectador aspira, luego de que la Compañía
Nacional de Danza cuenta en su repertorio con El lago de los cisnes
desde hace 25 años, es al embeleso y la magia auspiciada por el
artificio. En último de los casos, a la sorpresa con el actual avance
de los efectos especiales. Sin embargo, a lo que se enfrentará es
a un trabajo dancísticamente correcto, limpio en su técnica,
sobre todo en cuanto al magnífico cuerpo de baile se refiere, pero
nada más. Si lo más espectacular de la noche es la inacabable
fila de autos sobre Reforma cuyos conductores buscan desesperadamente,
entre gritos y bocinazos, un sitio para estacionarse, es que algo no anda
del todo bien en la salud de la clásica historia.
La reventa y el espacio de la gradería exprimido
hasta el codo a codo son en realidad factores mínimos. No lo es
la enorme distancia entre el escenario y quien lo contempla, una distancia
que en sentido opuesto a la canción, poco a poco se va haciendo
más amplia, más impersonal, más lejana de la que cabe
en 300 metros bien contados, que ya es decir.
Y si es imposible salvar la distancia, se salvan, sin
duda, tres elementos que acompañarán al público: además
del cuerpo de baile que de verdad se lleva la puesta en escena, los dueños
del negocio son el lago y cuatro patos que atinan a pasar por el sitio.
Un lago visto o percibido de noche, sin luz, es un camino a lugares remotos,
imaginarios o verídicos. Esa parte de la escenografía no
hay quién se la arrebate a El lago de los cisnes montado
en Chapultepec. Y tampoco es escamoteable el encanto de ciertos cuatro
patos, solitarios y blancos, que asistirán a medias ajenos a lo
que ocurre en las inmediaciones de su casa.
A fin de resumir las casi tres horas que dura la representación
original de la obra, desde hace tiempo se echó mano del recurso
hablado para llenar los huecos narrativos. Sólo que acortar en dos
terceras partes un trabajo tan amplio ya no es creíble, pese a que
le correspondiera grabarlo al respetable locutor Jorge Kellog. Aquello
de "y érase una reina madre..." que se suma a incontables érase
esto o aquello o lo de más allá casi consigue borrar con
ese ampuloso estilo una de las más bellas imágenes visuales
del montaje: el reflejo de algunos bailarines que actúan al filo
del borde derecho del lago. Es un acierto y un regalo para la mirada esa
suerte de instantánea pintura digna del mejor Canaletto, veneciano
hasta las cachas. Los érase, claro, caen sobre la música
de Chaikovski, la anulan, y cuando por fin el narrador se conmisera de
los escuchas y guarda silencio, por caprichos de la acústica los
compases que el compositor ruso ideara en 1876 disocian lo visto de lo
oído. Aquí, en los oídos casi de los espectadores
en la margen izquierda del lago, retumba la música; allá,
en el hemisferio occidental, los bailarines hacen lo suyo. Los cuatro patos,
como era de suponer, salen huyendo tan velozmente como se lo permiten sus
palmípedas extremidades.
Los
muy escasos y rebasados efectos de luz y sonido con que cuenta la obra
harían sonrojar al propio Cachirulo si tuviera que incluirlos
en su Teatro Fantástico. Por eso es necesario buscar en otra
parte de la vida consciente la respuesta a la aglomeración por ver
El lago de los cisnes. El público es adulto en su inmensa
mayoría, de hecho mayor de cuarenta años per cápita,
así que es un espectador con una enorme necesidad de fantasía
en tono de cuento de hadas. Esto es, lo más lejano posible de los
cotidianos informes de robos, violaciones, bancazos, secuestros, ejecuciones,
sainetes políticos y demás pobrezas del espíritu que
nos rondan.
La gracia en escena se reparte entre los solistas y el
cuerpo de baile, si bien la distancia se acrecienta aún más
en cuanto aparece el cisne negro, la esbelta representación de la
belleza combinada con una buena dosis de maldad que hará sucumbir
al inconstante príncipe Sigfrido. Los cuatro patos han regresado
a sus quehaceres: ya que no es posible dormir como la naturaleza manda,
demos una vuelta, nademos un rato. Y justo cuando por fin su enorme generosidad
y talento innato para congraciarse con el espectador los mueve a volver
donde son visibles, toca el turno de aparecer muy cerca de ellos al brujo
Von Rothbart: luces estroboscópicas, un reflector verde y un fuego
de artificio destinado lo mismo a "horrorizar" al respetable que a pasar
por el proceso de ahumado al árbol más cercano. Protestan
los patos con agudos graznidos pero aguantan sin moverse, ya estuvo bien
de andar a salto de mata. Pese a las luces, no luce Von Rothbart ni ésta
ni las sucesivas ocasiones cuando le toque mover su atuendo. Así
es de dura la existencia de los brujos en Chapultepec y así el humor
involuntario que generan.
Quince cuerpos femeninos conforman al tan citado cuerpo
de baile. En las puntas de sus pies descansa la flexibilidad, la disciplina
y el movimiento sincrónico que se agradece una y otra vez con aplausos
ganados a pulso. La voz de Jorge Kellog insistirá con los ya famosos
érase, el brujo Von Rothbart arriesgará el pellejo
en su rinconcito rodeado de chamusquina y se mantendrá la sana distancia
entre bailarines y espectadores. Un cuento de nunca acabar que interrumpe,
por fin, salido de quién sabe dónde, un cisne de verdad,
enorme y majestuoso. Profesional de lo suyo, titular de la escena, dejará
una lenta estela de pavura frente a la isleta del lago. Ahí, en
su apacible y educado desplazamiento, están la magia y el señorío.
Por su presencia, por las quince bailarinas inefables y por algunas actuaciones
en solitario como la de la esforzada "cisne negro" es meritoria la visita
al clásico de la danza. El cisne blanco, el verdadero, se irá
justo a tiempo, segundos antes de que el estruendo de un avión con
rumbo desconocido desbarate el encanto.
Si el tiempo lo permite, El lago de los cisnes
continuará representándose hasta el 24 de este mes de jueves
a domingo y del 27 de marzo al 14 de abril de miércoles a domingo.
Es muy posible que en esas noche se apersonen por el sitio los cuatro patos,
mascullando para sí y con todo derecho: del tamaño del cisne
es la pedrada.