Elena Poniatowska
Renato Leduc, leyenda inagotable
En este país donde se desdeña el idioma,
donde el analfabetismo es de 6 por ciento (3 por ciento en el caso del
Distrito Federal) y donde quienes leen confiesan no leer ni medio libro
al año, un gran soneto, el del Tiempo, como todos lo conocen
aunque su título sea otro, vence la indiferencia y el escarnio.
Sabia virtud de conocer el tiempo
a tiempo amar y desatarse a tiempo,
como dice el refrán dar tiempo
al tiempo...
que de amor y dolor alivia el tiempo.
Su autor, Renato Leduc, nacido el 16 de noviembre de 1897
y muerto el 2 de agosto de 1986, nunca se tomó en serio; al contrario:
dejaba caer poemas y artículos en las mesas de cantina, en los tendidos
taurinos de sol y sombra, en las camas de mujeres cuyos maridos no tardarían
en llegar, en los burdeles, en la redacción de los periódicos,
en la banqueta... De ahí su celebre columna Banqueta, en Ultimas
Noticias, que todos corríamos a comprar a mediodía.
Telegrafista de Pancho Villa, comedor de vidrio (''me
acabo la copa con todo y tallo''), amigo de John Reed, testigo de bailes
y balaceras, Leduc adquirió muy pronto un espíritu cosmopolita
que se reía de todo, de todos y hasta de sí, que en México
solemos llamar valemadrismo.
Renato se aplicó el valemadrismo a sí, pues
nunca tuvo ''vocación de estatua", según el crítico
Emmanuel Carballo. Sin embargo, en Tlalpan, donde nació, la delegación
le hizo un homenaje fundiendo en bronce su rostro fuerte y sus cabellos
despeinados: un busto para la posteridad. Renato le pidió al jardinero:
''Si de casualidad van a regar a este parque, por favor le echan un manguerazo
a esta estatua, porque no quiero que me caguen los pájaros''.
Tan tenaz como la mosca
No
haremos obra perdurable./ No tenemos de la mosca la voluntad tenaz,
escribió Renato dándole una plataforma a su leyenda. La voluntad
tenaz de la mosca la tiene ahora el Fondo de Cultura Económica,
que publicó Renato Leduc. Obra literaria, compuesto de 752
páginas, en las que Edith Negrín hace gala de su talento
de investigadora y halla hasta por debajo de las piedras ''poemas casi
inéditos''.
Edith logra la faena de que el Renato Leduc poeta, el
más valioso, el más duradero, salga por encima de la leyenda
que todos celebramos. Ahora sí, gracias a ella, la estatua de Renato
no tiene pies de barro. Con su profundo estudio, le construye una plataforma.
Edith Negrín nos explica cómo los Catorce
poemas burocráticos y un corrido reaccionario para solaz y esparcimiento
de las clases económicamente débiles (1963) surgen de
una voluntad de denuncia política; que El corsario beige,
escrita en 1940, es una novela de 46 páginas; que Cuando éramos
menos es otra cuyos primeros capítulos se publicaron en una
revista para hombres; que el ensayo sobre el autor de Los diez días
que conmovieron al mundo es tan memorable, porque Renato conoció
y trató personalmente a John Reed cuando apenas era un niño;
que su texto sobre Krishnamurti es una delicia y que el otro sobre Chaplin
sólo puede ser superado por la tremenda ironía de la primera
frase de su Epílogo, que dice: ''hace años que vivo en la
montaña consagrado a descubrir secretos universalmente conocidos".
Renato Leduc entró en contacto con la poesía
desde muy joven. En dos entrevistas, una de 1978 y otra de 1983, y diversas
pláticas de café me contó: ''Mi papá, Alberto
Leduc, fue periodista y traductor del francés; de eso vivía
el pobre y él me enseñó un poco de aquella lengua,
porque en la época en que fui estudiante de leyes muchos de los
libros estaban en ese idioma ?el de derecho civil, el de derecho romano?,
de manera que por ese lado tuve que machetearle. Y aunque mi papá
no era muy dado a la poesía porque su dios era Guy de Maupassant
?él mismo escribía cuentos romanticones?, tenía una
buena biblioteca y recibía muchas revistas literarias, entre ellas
la Revista Moderna, la Revista Azul, de Gutiérrez
Nájera, y así leí a Urbina, a Nervo, a don Jesús
Valenzuela ?que escribía unos versos muy malos y fue mi padrino?
y al mecenas de la publicación, don Jesús Luján, un
viejo millonario de Chihuahua.
''En esos años me gustaba más la novela;
me encantaban los cuentos, hasta la fecha me entretienen, tanto como el
poeta cachondo, pornográfico ?o en lenguaje de poetas, erótico
y muy gráfico?: Efrén Rebolledo. Lo leí porque de
joven tenía la idea de que la poesía ayuda a conquistar mujeres,
¿verdad?; si les recitas tales versos, eso las excita, se les mete
la idea, pero pues no es cierto, qué va, yo tenía un ejemplar
de Efrén Rebolledo y lo memoricé, siempre lo traía
en el bolsillo, todavía lo recuerdo; era una edición de falso
lujo empastada en tela y oro volador, el título grabado, y al primer
encuentro con una muchacha bonita, le asestaba yo los versos para ver si
se me hacía".
Provocador hombre de pluma
Después de El aula..., publicado en 1929,
y de Unos cuantos sonetos que su autor tiene el gusto de dedicar a las
amigas y amigos que adentro se verá (1932) y Algunos poemas
deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario
(1933) ?como se verá Renato es adicto a los títulos largos?,
en 1939 un pequeño libro de poemas ardió en medio de la hoguera.
No se trataba de la antigua Inquisición en la plaza
de Santo Domingo, sino de los años treinta en el patio de la Secretaría
de Educación Pública. La causa del fuego fatuo fueron los
versos impúdicos que un poeta dedicó a la Virgen de Guadalupe
y a una señorita taquígrafa de la Secretaría de Hacienda:
Adorable candor el de la joven
que un pintor holandés puso en el
burdo
ayate de Juan Diego.
El sex appeal hará que se la roben
en plena misa y a la voz de fuego.
¿De quién son rimas tan sacrílegas
y que ahora vienen tan a cuento con la canonización de Juan Diego?
El propio autor se presenta: Si usted me permitiera yo le daría
mi nombre;/ soy hombre de pluma y me llamo Renato. Leduc no tenía
temor ni empacho en verse a sí como provocador en un mundo que él
calificaba de burgués, mojigato, trufado de prejuicios. Sus mejores
herramientas son el humor, la burla, las leperadas.
Renato le da un nuevo sesgo a la poesía: la desentimentaliza,
la desensolemniza, le suena la nariz y le quita los mocos, la hace más
severa y más inteligente; tiene mucho de Chesterton y de Bernard
Shaw en su forma de mirar al mundo. En México también son
parientes más cercanos con Carlos Pellicer, Efraín Huerta
y un poco más tarde Jorge Ibargüengoitia. Es poeta, no por
decreto, sino ?como dijo Cervantes? por una enfermedad incurable y pegadiza.
¡Blasfemia!, corearon en 1939 los solemnes censores mexicanos, por
la Guadalupe de Breve glosa del Libro del buen amor. Los demás
reían, mientras no los alcanzara la ácida pluma de Leduc.
Sus poemas siempre desembocan en la risa, en el pitorreo
en la cara de los demás y sobre todo en la malicia y en la grosería,
porque con Renato Leduc hacen su aparición las groserías
en la poesía mexicana, las malas palabras que sólo emplean
los pelados, los peladotes, los pelangoches, los pelafustanes con quienes
no hay que juntarse, porque la peladez se pega, es contagiosa; rompe barreras,
resquebraja la fachada, acaba con la gente decente, con la buena educación,
con la familia cristiana. La peladez descarapela los muros, hace que se
corra el maquillaje; quiebra los escudos, las armas de la familia, la casta
divina; sube por la escalera y se instala en la recámara y, sin
embargo, nadie es más altivo que Renato, más príncipe,
más dueño de sí que este poeta, este periodista ejemplar,
este ser humano absolutamente irrepetible.
En contra de la corriente, Leduc evitó toda traición
a sí y por ende a cualquiera. Irónico, certero, lúdico,
escribió durante su larga vida de todo, y en todo puso su verdad
sin inhibiciones ni temores.
Hace muchos años vivía en una vecindad en
lo que antes se llamó calle de las Artes. Allí recibía
a campesinos, obreros, sindicalistas, líderes, a cualquiera que
tuviera una queja, una injusticia sobre su espalda, para denunciarla en
el periódico y arremeter contra el gobierno, la institución
o la empresa victimaria.
Personalmente lo visité en su casa (una jaulita
pintada de verde para un perico muy grosero) en la Colonia del Periodista,
en la cerrada de Mónico Neck, al lado de la del periodista y escritor
Jorge Piñó Sandoval
Me presentó a ''la señora que me cuida",
una mujer alta y guapa, como él. Ella, Amalia Romero, volvió
a la cocina y unió su voz a la de la esposa de Piñó
Sandoval, de suerte que durante toda la entrevista escuché dulces
murmullos femeninos. ¿O serían canarios?
Renato habló de su hija Juana Patricia y de que
ya no se iba de parranda, porque todos sus compañeros de juerga
habían envejecido, y en vista de sus achaques, el médico
no les permitía ponerse su buena papalina, aunque él nunca
se la puso porque según sus palabras, ''siempre he tenido un temperamento
de juerga sin estar cuete". Cierto: Renato traía la música
por dentro.
En esa memorable conversación contó de su
amistad con María Félix, quien le dijo una noche: ''Algún
día, cuando me vuelva vieja, me vestiré toda de negro, me
peinaré de chongo y caminaré despacio por mi bello jardín
con un bastón en la mano para pegarles a los niños cuando
griten: '¡es María Félix!'. Yo no le tengo miedo a
la vejez, sino a algo más peligroso: al derrumbe de una mujer. No
le temo ni a las canas ni a las arrugas, sino a la falta de interés
por la vida".
Amigo de Agustín Lara, porque ''con Agustín
Lara los tangos se fueron al carajo", Renato acompañaba a la pareja
a los toros, a los bares y a las embajadas (sobre todo a la de Francia),
incluso una vez María, ya separada de Agustín Lara, le preguntó,
así de relajo: ''Oye, tú, ¿por qué no te casas
conmigo? Al fin que tú no estás casado con nadie". A María
todos se le arremolinaban. Causaba sensación y era imposible caminar
a su lado. Diego Rivera, perdido de amor por ella, le enviaba cartas dibujadas.
Renato le respondió. ''no, no me chingues, María. Yo estoy
muy contento de ser el señor Leduc, ¿por qué voy a
ser el señor Félix? No hay más que un hombre en la
Tierra que pueda casarse contigo sin menoscabo de su personalidad". ''¿Quién?",
preguntó La Doña. ''El mariscal José Stalin.
Fuera de ese cabrón, a todos los que se metan contigo te los chingas".
Los de abajo
Renato siempre presumió venir de abajo, ''porque
los telegrafistas somos gente de abajo". Decía groserías
como quien dice poemas. En el aire las componía, fluían como
el agua, no se disparaban fuera de la unidad del coro. ¿Eran una
limitación? Renato ya no habría podido hablar de otro modo.
A la vuelta de cada frase, como un remate glorioso, terminaba su pensamiento
con una mentada de madre. En vez de hombres decía ''cabrones", ''pendejos"
o ''jodidos"; en vez de mujeres, ''putillas", y en vez de destino, ''chingada".
En sus célebres columnas en varios periódicos,
Renato da a conocer el ambiente social y político de la época:
habla de la gran huelga ferrocarrilera de 1959, de la honradez de Demetrio
Vallejo, pero también de su amistad con Luis Gómez, que barría
los andenes de la televisión de Azcárraga Milmo; las parrandas
de Uruchurtu; el odio de Adolfo López Mateos, que se creía
muy guapetón; los toreros: Armillita, Rodolfo Gaona, Cagancho, Manolete,
El Soldado, Curro Rivera, Silverio Pérez, Luis Miguel Dominguín,
Manuel Benítez El Cordobés; del coronel José
García Valseca y su chingo de dinero... En fin, es posible reconstruir
un México bárbaro y totalmente seductor mediante una sucesión
de relatos que a veces arrancan franca carcajada, otras hacen reflexionar
y siempre enseñan a torear la vida, faena en la que Renato fue maestro.