En Atenco, del hogar al activismo
Se resisten las mujeres de ese municipio a ser campesinas
sin tierras ni raíces
MARIA RIVERA ENVIADA
San Salvador Atenco, Mex. Las mujeres de Atenco
no quieren ser campesinas sin tierra ni raíces. Tienen memoria,
cuentan con una historia ?de sí mismas, de su familia y de su gente.
Lo que retratan no es una comunidad en retirada, ni un mundo agrícola
en extinción, sino un pueblo unido con un solo fin: sobrevivir.
"Ahorita
ya no tenemos miedo -resume con orgullo Raquel, una de las participantes
del movimiento de resistencia a la construcción del nuevo aeropuerto
capitalino en Texcoco-, las lágrimas que derramamos el día
en que se supo del decreto expropiatorio (22 de octubre de 2001) se convirtieron
en coraje. A nosotros el gobierno nunca nos ha dado nada; nadie de ellos
ha venido para ver cómo estaba el pueblo, todo lo hemos hecho con
nuestros medios. Por eso no tienen cara para decir que son dueños
de esto. No les vamos a dejar la tierra aunque nos maten."
La apacible vida que llevaban estas ejidatarias ha dado
paso a la movilización de tiempo completo. Saben que cualquier momento
puede ser la víspera de su final. En cuanto truena un cohete ?el
medio de comunicación que enlaza a los pueblos amenazados? corren
a la plaza a ver qué sucede. Lejos han quedado las inseguridades
de la primera manifestación, en la que llanto y consignas se entremezclaban
sin atinar qué iba primero. Hoy, en su mirada y sus palabras se
traslucen nuevas certidumbres. La desolación inicial no dio paso
a la resignación ni al abandono, sino a la profunda convicción
de que el poder no tiene la última palabra.
Macrina Castro y Raquel -esta última no
quiere dar su verdadero nombre porque a la gente del movimiento, dice,
la tienen "bien checada"- cocinan para la guardia del día. Mientras
prepara los sopes del almuerzo, Macrina explica que ahí todo el
trabajo es voluntario. La cantidad de comida se calcula de acuerdo con
las actividades. "Si vamos a marchar hay que hacer más para que
el cuerpo resista, porque tampoco se trata de andar luchando sin comer".
Su esposo es ejidatario y gracias a la parcela dieron
educación a sus cinco hijos. Dos de los muchachos ya están
encaminados, dice con orgullo: uno está en el tecnológico
y el otro en la Universidad Nacional Autónoma de México.
"Yo sólo estudié hasta la secundaria, pero
aquí en el pueblo hay muchos profesionistas. Pregunte de dónde
salieron sus estudios: ¡del campo! Los que tienen vacas venden leche,
crema, queso, requesón; los que no, maíz, y de ahí
salen las hojas y los tamales para vender. Así va sacando uno su
dinerito para pagar las inscripciones. Yo veo a los del Distrito Federal
que tienen que comprar todo, ¡y a qué precio! Pero eso no
pasa aquí, todo nos lo da la tierra. En tiempo de secas hay romeritos,
nopales, quintoniles, verdolagas o xoconoxtle, y cuando llueve se da lo
que uno siembra."
Votó por Fox, reconoce la ejidataria de 43 años,
por eso al principio no podía dar crédito a los rumores de
la expropiación. "Pensaba: ¿cómo nos va a quitar todo
si esto es nuestra vida? No, decía yo, ¿cómo nos va
a hacer eso el Presidente? Por eso cuando vino el decreto me dio mucho
sentimiento y mucho coraje. Pensé en qué va a ser de mis
hijos, siempre creí que cuando se casaran podríamos darles
un pedacito de tierra para que salieran adelante, pero ahora, ¿qué
les vamos a dejar?"
Atisbos de una transformación más profunda,
que abarca el ámbito doméstico, empiezan a ser percibidos
por su familia. "No hay que conformarnos con la idea de que el gobierno
tiene la última palabra y no se puede luchar contra ellos. Nos dicen
que somos mujeres malas, agresivas, sólo porque nos defendemos.
Incluso, mis hijos, al principio, se quejaban de mi cambio. Decían:
'mamá, ya no te conocemos, hasta tu vocabulario cambiaste'. Es cierto,
porque ahora cuando veo algo injusto lo digo. No soporto que nos pisoteen,
que nos traten con la punta del pie; no puedo volver a ser la mujer tranquila
de antes".
Raquel ofrece una versión similar a la de
su compañera de lucha. A sus 45 años, nunca había
tenido necesidad de andar en marchas o movilizaciones. "Vivíamos
pobres, pero tranquilos. Hasta que nos tocaron el amor propio, que es el
bienestar de nuestros hijos, porque lo que nos están quitando es
su porvenir. Yo siempre me había dedicado a mi familia, pero ahora
estoy dedicada de tiempo completo al movimiento.
"A veces estoy dándoles de comer a mis cuatro hijos
cuando truena un cuete, ¡y córrele para ver qué pasa!
He ido a todas las marchas, y el principio sí fue muy duro, gritábamos
y llorábamos porque no estábamos acostumbradas a eso. Queríamos
que alguien nos escuchara, que nos viera, que supiera quiénes éramos
realmente. Luego nos mandaron sus granaderos y sus perros y ya no hallábamos
qué hacer. Con la voluntad de todos nosotros y la fe en Dios saldremos
adelante. También a mí mis hijos me dicen que de todo salto,
porque lo que teníamos de tranquilas ahora lo tenemos de corajudas".
Adela Romero tiene 34 años y es madre de una niña
de tres. En julio de 2000 entró a trabajar a Star Horse, una maquiladora
coreana cercana al pueblo, para ofrecer a su hija una mejor vida de la
que podía darle como campesina, sin embargo, fue despedida año
y medio más tarde.
"Soy madre soltera ?comenta?, y como necesitaba guardería
y servicios médicos para mi hija, pensé que en una empresa
extranjera conseguiría mejores condiciones de trabajo; pero no fue
así. Tuve que batallar mucho para que inscribieran en el Seguro
Social a la niña, y nos obligaban a hacer jornadas de 10 horas de
trabajo, con un descanso de 30 minutos para comer. En verano la fábrica
es un infierno; hace muchísimo calor porque los techos son de lámina,
pero ni así nos querían dejar tomar agua, para que después
no fuéramos al baño; se trataba de que no le quitáramos
tiempo a la costura".
Varios accidentes laborales a los que no se les dio atención
hicieron que algunos de los trabajadores trataran de formar un sindicato,
pero ya existía uno: patronal, por lo que los obreros disidentes
fueron despedidos. Adela decidió aguantar. Con el tiempo les exigieron
que firmaran unos contratos donde al final se les pedía su renuncia,
de manera que podían ser despedidas en cualquier momento sin ninguna
indemnización. Quienes se negaron a aceptar esas condiciones fueron
encerradas, recuerda, y presionadas por policías internos. "Con
aquel miedo, pues claro que firmas lo que te pongan enfrente. Sin embargo,
la empresa negaba todas esas situaciones. Hasta que un día me dijeron
que ya no les servía como empleada y me despidieron".
Interpuso
una demanda laboral, que aún no tiene resolución. Ahora trabaja,
al igual que buena parte de las mujeres del pueblo, en talleres familiares
que entregan mercancías a las tiendas de Chiconcuac, donde no hay
posibilidad de prestaciones. En su tiempo libre trabaja la parcela que
les heredó su padre. De ahí comen ella, su hija y los otros
siete miembros de su familia.
"De la hectárea de terreno ?indica? sacamos 50
costales de maíz, que nos alcanza para todo el año. También
sembramos tomate, calabaza, frijol... lo que se pueda. Yo no me imagino
la vida sin mi terreno, no quiero que mi hija se críe en la ciudad.
Yo viví allá y era como estar encerrada; deseo dejarle, por
lo menos, la libertad que yo he tenido. Por eso estoy en la resistencia".
Una de las voces jóvenes del movimiento es la de
Lidia Morales, de 21 años. Pese a que cada día viaja más
de cuatro horas, entre ida y regreso, para estudiar la carrera de sociología
en la UNAM, donde cursa el tercer semestre, se considera afortunada de
tener esa oportunidad. Al igual que sus ocho hermanos, nació en
San Salvador Atenco, aunque sus padres vinieron de fuera. De su papá,
nativo de la sierra norte de Puebla, aprendió el valor de la tierra.
Le enseñó a sembrar árboles y flores y a verlos crecer.
Por eso entiende lo que defienden sus compañeros de lucha.
"Mi papá tuvo que salir de su comunidad, y al llegar
aquí fue rechazado porque nadie lo conocía ?relata?, es lo
que nos va a pasar ahora si nos vamos a otros lugares, no vamos a ser bien
recibidos. Esta población tiene su forma de pensar, sus tradiciones
y su historia, no puede ser que de un momento a otro nos digan váyanse
de aquí, ya no verán las calles que cada día caminan,
ni van a poder conservar sus costumbres".
Doña Sofía Rivas anda por los 79 años,
y en sus recuerdos permanecen vívidas las épocas de esplendor
de Atenco. Cocinera al fin, recuerda, por ejemplo, cuando el agua del lago
de Texcoco llegaba hasta el campo y en una volanta, tirada por un caballo,
iba a recoger los pescados que quedaban varados. "Había cuiles,
unos pescados muy sabrosos, como la sierra, pero redonditos, ranas, ajolotes,
acociles, de todos se hacían en tamales y quedaban muy sabrosos.
Luego estaban los patos silvestres, las tórtolas y los pichones.
Cuando los hombres salían al campo regresaban con conejos y uno
los ponía a cocer con xoconoxtle, cebollas de rabo, cilantro y epazote,
y viera ¡qué buenos quedaban!"
La laguna se fue secando porque el agua que venía
del monte la atajaron, recuerda. Frunce el seño, saca sus cuentas
y dice que hace como 30 años empezó el tiempo de secas. Ahora,
comenta con un murmullo, ya no da razón del campo. Mujer emprendedora,
se puso a vender recaudo y hasta logró comprar una caseta donde
comerciaba de todo. A la muerte de su esposo ?hace 11 años? puso
una pequeña fondita donde se comen los mejores sopes del pueblo.
Sus hijos trabajan la parcela que le dejó su marido,
de ahí se ayudan todos, comenta. "Los primeros días nada
me consolaba, no dejaba de pensar que los padres llevan las yerbitas del
campo a sus hijos, elotes, lo que sea, pero ya no habiendo nada, ¿qué
va a pasar? Yo ya viví, ya vi de todo, pero qué será
de los nuevos, los que apenas están empezando. No sé leer,
pero estoy informada, le pido a la gente que me diga cómo van las
cosas. Duelen las palabras que dicen.
"Desgraciadamente yo no puedo acompañar a los que
van a las marchas a México, no puedo caminar, pero siempre le pido
a la Virgen que los acompañe. Ojalá y el Señor haga
el milagro de que no nos expropien, que nos dejen nuestros terrenos tal
como estamos". Si no, mire..., dice señalando el machete, símbolo
del movimiento de resistencia, que cuelga frente a la fonda Doña
Chofi. Ni duda cabe, las mujeres de Atenco ya no son las mismas, ahora
son de armas tomar, cuando de defender lo suyo se trata.