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PREMIOS NACIONALES
Vicente Leñero
''Sin el periodismo no hubiera encontrado el camino
de la escritura''
La Jornada comienza hoy una serie de entrevistas con los
acreedores al Premio Nacional de Ciencias y Artes 2001, la primera versión
que organiza el nuevo gobierno. La fecha de la ceremonia de entrega, que
deberá ocurrir antes que termine enero, no se ha dado a conocer
CESAR GÜEMES
Su estudio, en San Pedro de los Pinos, es el de un escritor
en pleno, con todas las de la ley, aunque diga, como siempre, que ahora
sí va a dejar la pluma en paz. Vicente Leñero, premio Nacional
de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura,
se pasa en él varias horas al día, como durante muchos días
a lo largo de sus años de trabajo.
Al lado del escritorio, cuenta con un ajedrez electrónico.
Leñero lleva blancas, la máquina tarda en responder: "Tiene
un procesador viejito, es de las primeras que llegaron a México".
No es verdad del todo: el nivel en el que juega es muy alto y a mayor dificultad
la máquina emplea más tiempo en "pensar" la respuesta.
Lo rodea el mundo que lo ha acompañado en la creación
de novelas, obras de teatro, guiones de cine, cuento y una obra periodística
memorable. Al alcance de la mano, más tableros de ajedrez, uno con
piezas de estilo mexicano, uno con personajes vikingos más otro
de madera, caoba y pino, que espera turno en un especiero. Allá
arriba, sobre el dintel de la puerta de acceso, un busto del Che. Estantes
de libros de diez niveles, de piso a techo. Luces propias de la iluminación
teatral. Un ejército de soldados de plomo, que miden no más
de un centímetro cada uno. Reproducciones de máquinas de
escribir en miniatura, todas de metal. Algunas fotografías familiares.
Un títere de torero que carece de la pierna izquierda. Una bicicleta
de alambre, un auto y una rueda de la fortuna del mismo material. Un sobre
de tela, del tamaño de uno de té, que contiene un trocito
del Monte Calvario. Un teatro de cartón. Una chimenea con señales
de ser usada. Trofeos atléticos. Un centenar de manuscritos engargolados.
Y la máquina de escribir, mecánica, portátil, Brother,
modelo 250 TR, de luxe, que acusa el paso de miles de cuartillas. La ilumina
una lámpara discreta y la acompaña un atril de madera más
varias plumas fuente.
-En recientes años se ha visto más reconocido
el Vicente Leñero escritor que el periodista, aunque ambos comparten
casi el mismo tiempo de publicar.
Lo piensa, revira con calma: "Bueno, he recibido premios
de periodismo, incluso más de los que pensaba, desde el Manuel Buendía
hasta el homenaje que lleva el nombre de Fernando Benítez, en Guadalajara".
-De modo que las dos personalidades se han visto satisfechas.
-Pienso
que sí, sobradamente. Siempre he tendido a considerar que el Leñero
periodista es el mismo que el escritor. Le debo mucho al periodismo, sin
él no habría podido encontrar un camino para la escritura.
Mientras estudiaba ingeniería, me inscribí en la escuela
de periodismo no con ánimos de ser reportero sino de escribir. Quería
encontrar un método para redactar bien, algo que toda la vida me
ha costado trabajo. Entre la ingeniería y la literatura había
un doble salto mortal y la red de protección era aprender a escribir
dentro del periodismo. Ya en el oficio, además de un medio de subsistencia,
encontré el hábito de escribir.
-¿Escribías a mano por entonces?
-No, a máquina. Recuerdo que vi una película
de guerra en donde un personaje a bordo de un submarino escribía
sus memorias a máquina. Me dije: mira, el escritor trabaja en una
máquina, no en un cuaderno. La primera que tuve fue una Remington,
pesadísima, que en realidad era de mi hermano. Luego fue una pequeñita,
Smith Corona, en la que trabajé varios años. Aunque era molesta
porque tenía un tamaño de letra muy reducido y siempre me
pasaba del tamaño legal de las cuartillas. Luego me seguí
con las Olivetti. Y ahora colecciono las Smith Corona portátiles,
porque ya no las hacen. Cuando me entró miedo de no tener con qué
escribir, de plano me fui a la calle de Allende a buscar algunas y no encontré.
Hoy tengo tres que me han regalado. Las cintas las compro por caja.
No lo seduce el dócil teclado de un ordenador:
"Me resistí siempre a la computadora. Hice breves intentos de aprender,
supongo que es fácil, pero los instructores se pasan de sabios y
lo introducen a uno en un mundo muy complicado de formatos y posibilidades
que no sirven para nada, al menos no para lo que la escritura es".
Una gentil asistente trae café, como siempre, con
sólo una cucharada de azúcar para Leñero. Un cigarro
da vuelta entre sus dedos. Lo enciende. "Pero no me tomes fotografías
fumando, luego las veo y me siento culpable", le dice a Marco Peláez
que lo desoye olímpicamente, como debe ser. Retoma el asunto:
-La relación con la palabra escrita fue para mí
muy importante y dramática. Hay una historia detrás de la
cuartilla que se escribe y se siente. Es muy distinto corregir un texto
hecho a máquina que uno realizado en una pantalla. El respeto por
la palabra escrita me parece fundamental. Recuerdo que en tiempos de silencio
literario tenía la obsesión de que las cuartillas debían
salir absolutamente limpias, entonces modificar una sola palabra me implicaba
empezar todo de nuevo. Eso puede ser paralizante, lo acepto.
-Por la cantidad de obra periodística y de creación
no parece que te detuviera ese proceso.
-No te creas, esta característica me aparecía
justamente con los trabajos periodísticos. Claro, como nunca trabajé
como reportero de diario sino de revista semanal, contaba con tiempo para
invertirlo en mis métodos. El caso es que el contacto con la palabra
escrita físicamente es lo que lo hace a uno escritor, oficiante,
y ya luego el oficio tiene niveles desde el que redacta bien al que escribe
bien y al artista, categoría que alcanzan casi sólo los poetas.
Un poco más de café, otro cigarro, una llamada
telefónica que Leñero atiende mientras mueve una pieza en
el tablero electrónico. La máquina responde inusualmente
rápido y antes de colgar el teléfono todavía tiene
tiempo el escritor de responder la jugada.
-¿De dónde te vino la idea de escribir antes
de que pusieras manos a la obra?
-Supongo que de mi familia, aunque lo que se necesita
para ser escritor es una mujer como mi esposa, quien en ese tráfago
de la vida me apoyó. Ella me quitó de tener cuatro trabajos
en lugar de uno más la escritura. En cuanto a la familia, mi padre
fue comerciante pero en la casa se vivía un clima muy literario
porque él era gran lector de novela. Seguí sus pasos por
la biblioteca, leer era una actividad muy natural en casa, no una proeza
como se ve ahora en un joven que toma un libro. Y escribir en realidad
era algo que practicaba mi hermano Armando, sobre todo cuentos que a veces
leía en público. Quise imitarlo para desarrollar esa habilidad
que era muy estimada en mi casa. En las reuniones familiares, mi padre
y mis tíos recitaban largos poemas. El ambiente era muy cercano
a la literatura. Quizá por esa cercanía con las letras pensé
que no se podía uno dedicar a eso sino que era necesario elegir
una carrera distinta. Cuando andaba noviando con Estela, que luego sería
mi esposa, recuerdo que mi padre le pedía que me desalentara de
la escritura porque las letras daban reconocimiento pero no solvencia económica.
Mi mujer hizo lo contrario y al final mi padre quedó muy satisfecho
con que yo publicara.
-¿Alcanzó a ver tus libros?
-Vamos a ver, si murió en el 63, vio dos libros
míos. El pensó siempre que iba a jalar más por el
lado de la ingeniería, que terminé dejando. Opté por
trabajos alternativos que me dieron oficio, como hacer radionovela y luego
periodismo. La literatura en serio vendría después, con el
manejo de los elementos narrativos, con la malicia. Eso se adquiere pero
sobre la base de redactar bien. A mí me importó siempre más,
en los talleres literarios, una redacción impecable a una idea genial.
Soy muy obsesivo con la forma y la estructura.
-Aunque haya una explicación técnica para
completar una trayectoria periodística por cierto amplia y una considerable
obra narrativa, ¿a qué hora escribías?
?Era muy aislado. Y como mi esposa se encargaba mayormente
de nuestras hijas pese a que también tenía que atender su
profesión, conté con un tiempo aparte. Al final de mi carrera
siento que escribí más de lo que debía. Podría
hacer una purga de mis obras de teatro y de las novelas de tal suerte que
sólo quedaran la mitad, el resto las tiraría a la basura.
Mi trayectoria literaria fue un exceso.
-¿Con qué te quedas?
-Con Los albañiles, Los periodistas, La gota
de agua, El evangelio de Lucas Gavilán, Asesinato y La vida
que se va. Incluso a Los periodistas le simplificaría
la estructura y a Asesinato le reduciría buena parte de la
investigación. El aparato estructural fue demasiado, me parece.
-Porque vienes de la ingeniería.
-Y de las matemáticas. Fui muy bueno para el álgebra
y el cálculo diferencial. En algún momento quise derivar
hacia físico-matemático. Pero los ingenieros no se andan
con las abstracciones de la matemática. Por eso entré a ingeniería,
una profesión donde los números fueran importantes, sólo
que ya aplicados a la vida de la construcción tenían un modo
distinto de operar.
-Esa afirmación de que estás al final de
tu carrera como escritor no corresponde con la realidad que vemos aquí,
este es el estudio de un escritor en pleno. ¿No crees que te va
a ganar la escritura?
-Me gana la lectura y el trabajo como guionista cinematográfico,
que ya no es ser precisamente escritor. Ahora que ya casi no ejerzo el
periodismo, me dedico a leer; es mucho más gozoso leer que escribir.
Hace una pausa, viene café fresco, otro cigarro
da vuelta entre sus dedos. Concluye con una sonrisa cómplice:
-Escribir es una lata.