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Hermann Bellinghausen
Los dones: dos historias excesivas
Don de olvido. Ese día no quería
saber el significado de ciertas palabras. Le dolían más fastidiosas
que el lomo sucio de un diccionario cargado de epítetos y denuestos.
Sí, sostendría un duelo con la gramática, en inferioridad
numérica y poco antojo de meterse en camisa de once varas y vainas
de esas.
Todas las enciclopedias la Británica, la Espasa,
la Jackson- jamás abiertas, ni siquiera por la ociosidad de hojearlas,
de repente lo quisieron humillar haciéndose las muy sabihondas.
Ah, sí, una tarde de juventud romántica metió en el
tomo de la T una flor de lavanda; los años hicieron de su lila fresco
una especie de papel morado y frágil como élitro de libélula;
y del aroma, un vestigio seco.
Ese día particular le habría gustado olvidar
determinadas cosas. Había arribado a la edad provecta en que puedes
olvidar a voluntad, impunemente, en control que estás de tu memoria
lúcida, pero a la vez ya no temes recordar, y se te olvida olvidar
porque todo te interesa y secretos a ti mismo no te guardas mas. ¿Sería
el inicio de la cuenta regresiva de las neuronas concedidas en el momento,
lejano ya, de la repartición de dones?
De la escuela de los fracasos extrajo una ocasión
para cada triunfo, entre los cuales uno nada desdeñable era mantenerse
vivo y más o menos en sus cabales.
Pero de ciertas palabras, es fácil adivinar cuáles,
no quería ni oírlas mencionar. Determinó condenarlas
al ostracismo. A una especie de cuarentena purificadora. Librarse de los
nombres necesarios, de los rostros que éstos significan, y en especial,
significaron. Los verbos que sus presencias conjugaban. Los adjetivos que
merecieron. Sus esdrújulas, sus subjuntivos. Las jibarizaciones,
incluso: apócopes, abreviaturas, sobrenombres, apodos.
Quería también aliviarse de términos
que en otras épocas repitió mentalmente con mayúsculas
y genuflexiones que ahora le parecían ridículas.
Pronto alcanzaría la edad de la jubilación,
pero en su oficio uno no se retira, nada más se muere, eventualmente.
No hay mal que dure cien años, la verdad sea dicha. Y él
sabía que no olvidaba en realidad. Que fingía que.
Don de sentido. Desde niña le daban los
desmayos. Que por el azúcar, le dijeron siempre. Que la presión,
le dirían a veces. Un tiempo sospecharon alguna variedad menor de
epilepsia. Un "petit mal". Muy pronto, antes de empezar con menstruaciones,
ella aprendió que no era un mal sino un don, un buen escondite en
determinadas oportunidades.
De nacer en tierras donde se practicaran trances o vudú,
su destino hubiese quedado asegurado. Pero cayó en una sociedad
occidental, racional y alopática. Sus vahídos encontraron
explicación meticulosa, electroencefalográfica, química
y sanguínea. Satisfactoriamente. Y si no llegaron al análisis
genético fue porque sus padres, y los médicos, no lo juzgaron
necesario. No existían antecedentes familiares.
En la escuela de monjas las otras niñas la consideraban
las niña de los desmayos, con esa curiosidad morbosa de las muchachas
ávidas de lo que más temen conocer. Ya entonces los desvanecimientos
le resultaban experiencias voluptuosas. Adulta, exploró sin culpa
ni freno las posibilidades eróticas del atributo. Eran paréntesis
andulantes y exquisitos que sólo ella.
Un estado de potenciales. Una magnífica idea de
la Naturaleza. ¿Un experimento de la Evolución? Con la edad
comprendió que los desmayos consistían en un pasadizo a otro
lugar del espacio, del tiempo, de la identidad. Empezaban con una sensación
de no haber piso, corriéndole bajo los pies las aguas veloces de
un río ancho y turbulento. La vista se le nublaba en tonalidades
claras. Un sonido le recorría entonces los huesos, evolucionaba
xilifónico y le mostraba, desde cierta altura, una cópula
de ella misma con un valle inmenso.
En tiempo real, sus desvanecimientos duraban escasos segundos.
Sucedían en cualquier momento. No podían predecirse, si bien,
como ocurre en casos así, aprendió a reconocer el aura, la
premonición. No se volvió gente que necesitara meterse drogas;
las traía en la sangre, y eran potentes.
En tiempo sensible, en cambio, le daba tiempo de fluir,
explorar, gemir y explotar en prolongados orgasmos.
Ventajas actuales de su condición: dice sentir
deliciosamente.
Desventajas: devino vicio solitario, carece de utilidad,
y aflige a los demás, sin motivo.