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Israel, Esparta y los delirios de Benjamin Netanyahu
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rno J. Mayer, el eminente historiador marxista estadunidense de origen judío-luxemburgués, en El arado y la espada (2008) −un relato antisionista de la historia de Israel−, advertía, entre otros, que la colonización sin fin de Palestina, la ocupación y la expansión de asentamientos ilegales estaban degradando al país y fomentando sus tendencias más extremistas. Sin un cambio radical, temía, Israel se iba a convertir inevitablemente en una especie de “Esparta”, una entidad altamente militarizada, represiva (por dentro y hacia afuera) y aislada.

Enfatizando que como judío europeo originario del Gran Ducado de Luxemburgo “era singularmente inmune al atractivo de todos los nacionalismos”, Mayer veía la “Esparta” como resultado de una degradación del judaísmo en general y del sionismo en particular, sobre todo a partir de la Guerra de los Seis Días (1967), pero anotaba también que las semillas de este deterioro estaban plantadas en la misma fundación de Israel.

David Ben-Gurión, uno de sus padres fundadores y el primero en ocupar el cargo de primer ministro, al sopesar la cuestión de las tensiones entre una entidad política cosmopolita y un Estado bélico observables desde 1948, como recordaba Mayer, en vez de consultar a los profetas hebreos recurrió a los antiguos griegos, creyendo que no se podía garantizar la supervivencia de una “Atenas judía en Medio Oriente” −he aquí igual el inicio de la narrativa de Israel como “la única democracia en la región”−, sin mezclarla con “elementos espartanos”: gobierno oligárquico, educación militar, Estado-guarnición y castas sociales (2008: 77).

Así que cuando a mitades de septiembre Benjamin Netanyahu, el actual primer ministro, aseguró que Israel debe convertirse en una “super-Esparta” si quiere sobrevivir a la creciente reacción global por su ataque a Gaza, estaba apelando a una figura familiar en la discusión sobre el país −décadas antes de Mayer, también Hannah Arendt alertó de que el establecimiento de una patria judía exclusivista y la desposesión de los palestinos propiciarían la dominancia de la lógica militar en todos los aspectos de la vida, el aislamiento y la degeneración de la sociedad israelí en una “pequeña tribu guerrera” al estilo de Esparta (t.ly/t86vS)−, pero también, al presentarla como un ideal para alcanzar y reforzando, no criticando, la mentalidad de asedio, un aspecto negativo en esta comparación, ascendía a nuevos niveles del delirio político.

Sintomáticamente, unas horas antes de desatar una ofensiva terrestre contra la ciudad de Gaza −el siguiente escalamiento del genocidio israelí en curso, algo que tal vez ni Mayer ni Arendt se hubieran imaginado, pero que a la luz de su análisis puede ser visto como una posibilidad inscrita en la disfuncional anatomía de Israel−, Netanyahu afirmó que el país “tendrá que volverse más autosuficiente económicamente” y su sociedad “aún más militarizada”.

A medida que, según él, “se extienden los boicots y el aislamiento internacional”, Israel “tendrá que adaptarse a una economía con características autárquicas”, “fomentar la producción nacional de armas”, “abrazar un futuro solitario” y, de ser necesario, “recortar la burocracia y las leyes” ( sic) con tal de poder seguir librando una guerra constante como la antigua ciudad-Estado griega (t.ly/B5UaH).

Por si hace falta decirlo, la visión de “super-Esparta” −existente solamente en el reino de la demagogia de Netanyahu− resulta completamente despegada de la realidad y problemática tanto a nivel de diagnosis como de solución. Para empezar, contrario a Mayer o Arendt, para quienes “Esparta” simbolizaba todo lo malo y disfuncional en Israel, fruto de sus propias acciones y degeneración etnonacionalista y expansionista, para Netanyahu se trata de un “destino difícil”, pero hasta preferible y el resultado de las acciones de sus “enemigos extranjeros”: “la presión de la inmigración musulmana en Europa” y “la inversión de China y Qatar en la ‘revolución digital’” (ambos adversarios en gran medida inventados).

En consonancia con su visión ideológica de que la historia judía es una “historia de Holocaustos” y que “el pueblo judío se encuentra bajo constante amenaza existencial” (t.ly/QroSY), nada es la culpa de él ni de su gobierno extremista −la materialización de las fallas fundacionales de Israel y sus tendencias tóxicas de las que advertía Mayer−, sino fruto de “una conspiración antisemita”, a la que el país ha de responder con aún más guerra, más colonización y más ocupación.

Y en cuanto al “aislamiento” −la foto de una casi vacía sala de la Asamblea General de la ONU, ante la cual Netanyahu unos días después del “discurso espartano” trataba de refutar las “falsas acusaciones del genocidio” o algunos distanciamientos performativos de la Unión Europea vienen en la mente, pero el mundo está aún muy, muy lejos de quemar sus puentes con Tel Aviv−, ¿no sería Israel, un Estado-cliente de la (aún) mayor potencia imperial (Estados Unidos), que recibe anualmente 3,800 millones de dólares en ayuda militar, más otros fondos extras desde que comenzó el ataque a Gaza −el apoyo que nadie pretende cortar−, una “ polis solitaria” un poco rara?

Finalmente, la visión de Netanyahu, si uno se pondría a trazar bien las analogías históricas con Israel −Esparta era una entidad demasiado pequeña para ejercer hegemonía a largo plazo y cuya economía encerrada y el expansionismo desenfrenado, junto con la necesidad de sofocar a cada rato las rebeliones de su numéricamente superior población esclava (los ilotas), contribuyeron a su rápida degeneración y colapso (¿a qué nos suena esto?)−, es un cuento difícilmente inspirador e incluso uno que bien podría ser tildado de “el invento de sus enemigos antisemitas”. Claramente −para parafrasear por enésima vez a un clásico−, la analogía a Esparta ocurre en la política israelí dos veces: una vez como advertencia y la segunda como delirio.