n efecto: “el 2 de octubre no se olvida”. Así se ha proclamado desde aquel doloroso miércoles del año 1968, hace ya casi seis décadas, y tal parece que es completamente cierto. Obviamente, la “matanza de Tlatelolco” no fue la única agresión a la ciudadanía en ese dramático año, pero sí la más emblemática.
Cierto es que muchos fueron víctimas de la represión desde mucho antes. No sólo en la capital… en Guadalajara, por ejemplo, la operación represora tuvo lugar entre la tarde del viernes 6 de septiembre y la mañana del lunes 9. En ese caso no fueron las fuerzas del orden las que intervinieron, sino la llamada Federación de Estudiantes de Guadalajara (la terrible FEG), capitaneada desde hacía un tiempo por Carlos Ramírez Ladewig, el hijo que pretendió seguir los pasos de su progenitor, un connotado político de antaño, ex gobernador de Jalisco, a la sazón ya aparentemente retirado.
El vástago reprimió con eficiencia cualquier disonancia y el presidente Díaz Ordaz pudo hacer uso de la principal aula de la Universidad de Guadalajara, para vergüenza de la misma, cuantas veces quiso. Incluso desde dicha tribuna, en medio de tanta represión, lanzó su famosa y cínica frase de que su “mano estaba tendida” a la que miles de mexicanos le respondieron que “se le hiciera la prueba de la parafina”.
El viernes de marras, en la mañana, en un café llamado Madoka, frecuentado por la escuálida izquierda jalisciense, nos reunimos unos cuantos para cocinar que el lunes siguiente, primer día de clases, comenzaría el paro, previo aviso a la prensa… Fue el enclenque Partido Comunista el que lo echó a perder, convocando al paro desde el viernes por la tarde y dando lugar a que el lunes a mediodía los “gorilas” de la FEG ya hubieran hecho sentir todo su peso.
Con el suscrito no se metieron en virtud de que su amigo el procurador, hermano muy menor del primer rector de la Casa de Estudios, sobre el que había hecho la tesis de licenciatura, le mandó un par de “emisarios” que lo escoltaron a la central camionera y se aseguraron de que regresara sano y salvo a México, donde estaba haciendo sus estudios de doctorado.
Allí seguí haciendo mi tesis doctoral en El Colegio de México, sin dejar de participar en ninguna de las gigantescas marchas populares que se llevaron a cabo…
Se suponía que no debía volver a Jalisco, pero me convenció mi hermano, de mayor edad, a quien se le ocurrió celebrar, con una fiestecita, su cumpleaños acaecido el 1° de octubre. Venció mi resistencia ofreciendo pagar mi viaje en avión, en aquel entonces exclusivo de ricos y difícil que alguien vigilara ese medio de transporte. Todo funcionó bien, mas el muy tacaño no se hizo cargo del boleto de regreso por la misma vía y me quedé todo el día 2 esperando regresar en el camión de medianoche.
Tal fue la razón por lo que no fui a la Plaza de las Tres Culturas aquella tarde fatídica. Me enteré de ello por la televisión en el hogar paterno, mientras esperaba la hora de ir a la Central Camionera a tomar la corrida de las 12 de la noche. Lo cierto es que Martínez Carpinteiro –quien daba las noticias de la noche en el Canal 2– exhibió lo sucedido con mucho detalle e imágenes dramáticas, lo cual, por cierto, le costó la chamba…
Decidí quedarme encerrado dos o tres días en calidad de hijo de familia, hasta que tuve noticias de mis compañeros de la capital y, durante el fin de semana, me animé a regresar y lo hice sin contratiempo alguno.
Lo que sí recuerdo es que la biblioteca de El Colegio de México, allá en la calle Guanajuato 125, fue ametrallada desde la calle, y la silla en que solía sentarme, frente al ventanal, tenían dos agujeros de bala. Obviamente, no tenían destinatario, pero de cualquier forma no dejó de impresionarme sobremanera. Otro hecho más para que el 2 de octubre no se me olvide.
Lo que sí hice fue participar en la inauguración de la Olimpiada. Tengo el orgullo de haber batido el día de la inauguración un “récord” mundial: el de la mentada de madre más grande de que se tiene noticia en toda la historia de la humanidad, dedicada con toda intención al señor licenciado Gustavo Díaz Ordaz, presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, cuando inauguró los dichosos Juegos Olímpicos. Vale decir que se acompañó también de la mayor rechifla que ha habido en la Ciudad de México desde la fundación de Tenochtitlan, hace 700 años, hasta la llegada de la doctora Claudia Sheinbaum Pardo a la Presidencia de nuestro país, por cierto que de un talante muy diferente al de aquel mandatario poblano que la pícara ciudadanía bautizó como Qué ho ci Quito, Bien dien Tón, Boca Juniors y cosas, en verdad, mucho peores.