l 22 de septiembre, en Italia, pasó lo que nadie esperaba, lo que ya no se veía desde hace tiempo: una multitud festiva y rabiosa paralizó el país en solidaridad con Gaza y con el pueblo palestino. Después de dos años de manifestaciones y de indignación por el genocidio en curso, después de dos años de silencios cómplices del gobierno de Meloni –un gobierno convertido en puesto de avanzada en Occidente del gobierno de Israel–, el sindicalismo de base lanzó una huelga general [N. del T.: “sindacalismo di base” se refiere a sindicatos autónomos, no afiliados a las grandes centrales tradicionales].
Un millón de personas tomaron las calles, al menos en un centenar de ciudades, y bloquearon autopistas, estaciones, puertos y muchos otros puntos del país; una huelga acompañada de marchas en todas partes. Hacía años que Italia no vivía una jornada de movilización de tal magnitud.
Y no sólo porque hubo abstención laboral, sino porque los cuerpos vivos de quienes decidieron “pararlo todo” se echaron a andar para exigir que el gobierno italiano cambiara de rumbo en sus relaciones con Israel. Un éxito en números y en fuerza. La huelga fue convocada por los sindicatos de base y representó un momento de ruptura tras años de movilizaciones continuas. Milán se convirtió en epicentro de la crónica, no sólo por las 80 mil personas que, bajo una lluvia torrencial, marcharon por las calles del centro, sino sobre todo porque la rabia colectiva se transformó en enfrentamiento con la policía, que –a diferencia de lo ocurrido en otros lados– prohibió con toletes y gases lacrimógenos la entrada a la estación para bloquear las vías.
Una decisión desastrosa, ya que gran parte de los trenes habían sido cancelados por la alta participación en la huelga. Las imágenes de Milán fueron utilizadas por la política para condenar el conflicto social, quizá por el miedo a que el lema “Lo paramos todo”, practicado más allá de las palabras por las y los manifestantes, se volviera ejemplo. Ahora la guadaña de la represión sopla fuerte, también porque las movilizaciones en Italia por Gaza y Palestina no se detienen. Tras las vacilaciones de la CGIL [N. del T.: Confederazione Generale Italiana del Lavoro, el sindicato más grande e histórico de Italia], en días pasados, llegó con fuerza la palabra de su secretario, Landini: si la Sumud Global Flotilla [N. del T.: flotilla internacional en solidaridad con Palestina que intenta romper el bloqueo israelí en Gaza] es atacada, también la organización sindical más grande del país proclamará la huelga general para parar Italia.
Meloni y los suyos usan los choques para sofocar el conflicto y reforzar su narrativa de seguridad. La centroizquierda ya es incapaz de aceptar el conflicto y ha asumido una postura “gubernamental”. Todo esto no hace más que alimentar una narrativa útil al statu quo. Si en otras ocasiones, frente a enfrentamientos callejeros, el país solía compactarse contra la violencia, esta vez, como el 22 de septiembre, algo está cambiando: algunos partidos de oposición y políticos se dicen en contra de la represión y de la detención de quienes se manifestaron. Artistas, académicas, académicos y cooperativas que trabajan en la educación popular y en lo social rechazan la narrativa de los medios hegemónicos, del gobierno y de la jefatura de policía.
Algo se atoró en la máquina de la represión y devolvió la dimensión multitudinaria que en Milán y en toda Italia destapó el vaso de la frustración y de la rabia digna contra un gobierno que sigue apuntalando a Israel y que día tras día estrecha los márgenes de la conflictividad: con dos decretos convertidos en ley (Caivano y Seguridad) [N. del T.: “Decreto Caivano” es una norma aprobada en 2023 con medidas punitivas para menores y jóvenes en periferias consideradas problemáticas; “Decreto Sicurezza” es un paquete de leyes que endurece las sanciones penales y amplía el poder policial], ahora incluso menores de edad pueden ser enviados a prisión. Y justo así pasó el 22 de septiembre en Milán: dos menores fueron arrestados y llevados a la cárcel. Ahora están en arresto domiciliario y se les niega el derecho de ir a la escuela.
La política no habla de violencia en este caso, no habla de violencia cuando hace acuerdos con Israel, pero se indigna por el intento de entrar a la estación y grita al escándalo si miles deciden responder al rechazo enfrentándose con la policía. Un cortocircuito llamado poder, que el 22 de septiembre en Italia encontró resistencia. Pero ahora ese mismo poder quiere hacer prisioneros para evitar que, si la flotilla es atacada, el país vuelva a paralizarse.
* Periodista italiano