Mario Vargas Llosa, un taurófilo tan famoso como colonizado
ecía el poeta y aficionado a la tauromaquia Alí Chumacero: uno de los problemas taurinos de México es que los que saben de toros no saben escribir y los que saben escribir no saben de toros
. Aludía a la runfla de columnistas y publicronistas que, sin mayor estilo literario, mangoneaban la fiesta de toros y que, desde la segunda década del siglo pasado, cobraban a tanto la línea, lo que fue condicionando y degradando la apreciación taurina en el país, contribuyendo a su gradual debilitamiento, por si alguien suponía que la crisis de la fiesta era reciente.
Si se mueren famosos, talentosos y poderosos, que no nos muramos el resto
, solía repetir un pintoresco voceador. Ahora le tocó al fecundo novelista peruano-español Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936-Lima, 2025), nacionalidad ésta que adoptó luego de su descalabro electoral como aspirante a la presidencia de su país, en 1990, y Premio Nobel de Literatura en 2010. A diferencia de Gabriel García Márquez, quien no obstante acudir a las plazas buen cuidado tuvo de no presumir de su afición, sabedor del voraz coloniaje de España en los países taurinos de Latinoamérica, Mario se instaló en ferviente defensor de la fiesta brava… española, sobre todo tras su pregón taurino en la Feria de Sevilla de 2000.
Esta aparente apertura sevillana excluye, sin embargo, todo cuestionamiento de la fiesta brava y menos de las ventajosas modalidades que adopta en las dependientes naciones latinoamericanas, centrada en la idea de elogiar esa complacida tradición y defenderla a rajatabla, más que de revisarla con bases para su eventual sobrevivencia en tiempos de un extraviado humanismo a la alza.
En aquel pregón, Vargas Llosa alardeaba: “Perú ha mantenido muy viva la afición taurina que llegó con la primera oleada de conquistadores… Desde entonces ha habido toros y afición por ellos en Lima, ciudad que, desde 1766… tiene una preciosa plaza de toros, la Plaza de Acho, la segunda más antigua del mundo”… Pero de la tauromaquia en su versión española como expresión identitaria de peruanidad, nada. La importancia en España del peruano Raúl Acha Rovira, nacido en Buenos Aires en 1920, de algún otro y, 80 años después, del torero más taquillero de la actualidad, Andrés Roca Rey (Lima, 1996), de ninguna manera reflejan la muy viva afición taurina
de que hablaba el multipremiado narrador.
Su óptica derechista, su condición de criollo cosmopolita y los múltiples premios otorgados en la península, impidieron a Vargas Llosa denunciar la penosa realidad taurina de su país y del continente encubierto
, donde acomplejadas élites de empresarios boyantes organizan sus principales ferias con figuras españolas y la exclusión de toreros locales, a ciencia y paciencia de unas autoridades sin idea, de una crítica acomodaticia, de agrupaciones taurinas impotentes para darle un giro a esa tradición –de coloniaje– profundamente arraigada
en cada país de la región, y de una afición habituada a la dependencia, reduciendo su seña de identidad
a sumisos proveedores de plazas, ganado, público, dinero e indignas reverencias a los diestros importados.
Ante lo extranjero, ¿a qué atribuir la falta de autoestima, en lo taurino y en lo demás, de los hombres de Latinoamérica? Este acomplejado concepto de sí mismos, en todos los estratos, ¿obedece a un anhelo de primermundismo taurino incapaces de proporcionarnos, a los propósitos comerciales de un sector, a una tauromafia orquestada desde Madrid? Afortunadamente Vargas Llosa fue un prolífico escritor imaginativo, que si hubiera visto la realidad de sus novelas como vio la de los toros…