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Pantano
 
Periódico La Jornada
Domingo 20 de abril de 2025, p. a12

La escritora Ana Emilia Felker reflexiona sobre la migración, el racismo y la identidad en la novela Pantano. Habitando por tercera vez Estados Unidos, la autora intenta entender el territorio más allá de sus prejuicios, pues ésta no sólo es la nación del capitalismo y la guerra, del dinero y la deuda, sino también el país de origen y residencia de la mitad de su familia. Con autorización de la editorial Almadía reproducimos un fragmento del libro.

Capítulo 1

Roadkill

El río fluiría desde las Rocallosas, entre los pinos, acarrean do guijarros; sería un zanjero cavando en la tierra con la fricción de su camino; diseminando riberas de aleteos y labores urgentes; sería el vaivén metálico de una carpita, el ojo de un reptil vigía sobre el barro; sería el promontorio para las garzas, la cuenca para las culebras, meandro entre peñascos y mezquitales; sería, serpenteando distancias, garabateando incansable sobre la arena hasta enmararse. Sería sólo un río con sus faenas de caudal, si no fuera frontera. Si no hubiera casetas, torniquetes, policías, cámaras, reflectores, banderas que lo distrajeran de su flujo. Si no lo apremiaran a llevar ahogados.

Él tendría un nombre, sería el joven de esmoquin, lentes y ceño fruncido que aparece junto a la foto de su hermana en el anuario del high school; el que se sentaba solo en el autobús; el estudiante de college; el que tenía serpientes por mascotas; el que trabajó como empacador en un supermercado.

Todo eso, pero también el que encontró su verdad en foros en la web. Sería un ávido seguidor de los sucesos actuales, un lector de Dr. Seuss preocupado por la contaminación de los bosques. Tendría un nombre, pero no se lo voy a dar. Por menos de mil dólares, ordenó un rifle semiautomático rumano por Internet –una versión civil de una AK-47– y mil rondas de municiones rusas que recogió, acompañado por su padre, en una gun range local a escasos nueve minutos de su casa. La que sería sólo una madre suburbana llamó a la policía para confirmar si el arma de su hijo era legal. Y lo era.

Tiempo después, con el Honda Civic cargado, saldría de noche de su fraccionamiento de pastos perfectos, calles redondeadas y tranquilas rumbo al oeste. Sería al pasar Dallas, donde la urbanización ha arrasado con los árboles, que él podría confirmar sus preocupaciones ecológicas. En su manifiesto escribe que el modo de vida, las ciudades expandidas e ineficientes y el uso inmoderado de recursos de las corporaciones han puesto una carga inaguantable sobre las nuevas generaciones.

Siente el peso de su misión: asegurar que los suyos exploten la naturaleza el mayor tiempo posible. En su mente, para lograrlo es necesario limitar el acceso a los recursos, cerrar el paso por el río a las caravanas.

El que sería un río, una vez más, como todos los días, reinicia su cauce austral, desde las Rocallosas hacia la Sierra de Guadalupe, arrastrando sedimentos. Va menguado por las presas, por el calor de la tierra, del aire, por la falta de nieve y deshielo. Los campesinos que siembran trigo, avena, ajíes y alfalfa dosifican el agua porque a veces llega en caudales y a veces a cuentagotas. Es un río de extremos que se debate entre la abundancia y la escasez. La siembra no dice el color de la piel de quienes esparcen las semillas, abonan, riegan, cuidan, sudan.

La comida aparece en el supermercado como por generación espontánea y personas como él la empacan en bolsas de plástico, detestando su propia maquinización.

Él sería un conductor nocturno más, con 10 horas para dialogar consigo mismo con las manos sobre el volante; para rumiar sus miedos, para proyectarse hacia el futuro.

Piensa que, al ganar su causa, será valorado; mientras tanto, le corresponde aceptar la infamia. Se asume soldado de la guerra para recuperar el imperio del hombre blanco. Al rebasar un tráiler con sobrecarga quizá se imagina laureado por el nuevo régimen, el que vendrá gracias a su hazaña. Millas más adelante escribirá en su manifiesto sobre su disposición a convertirse en un mártir, no piensa rendirse, tendrán que derribarlo.

El río viene ondulando hacia el sureste para surtir a los campos de tomate y manzanas. En otras temporadas lleva el lecho seco, oliendo a despojos de carpitas. Las millas se acumulan, pero los minutos se arrastran con lentitud de oruga. Sobre la carretera, mientras el cielo poco a poco pierde su negrura, él repite sus razones. En qué más iba a pensar. Entonces aparecen los animales. Tal vez primero los buitres revoloteando sobre un caballo. Después, un rastro de sangre que guía los ojos hacia el acotamiento donde yace un jabalí despedazado. Los coyotes muertos se parecen demasiado a los perros que la gente pasea por su casa en coreográficos recorridos.

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▲ La periodista y ensayista Ana Emilia Felker (Ciudad de México, 1986)Foto cortesía de la editorial
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▲ Portada de su libro más reciente, Pantano, publicado por el sello Almadía.Foto cortesía de la editorial

Después, un cuerpo ya irreconocible salvo por las astas que alguna vez fueran imponentes. Otro y otro, cubiertos de moscas. Ojalá hubiera cruzado miradas con un venado vivo que interrumpiera su camino, que se reflejara en sus ojos bien abiertos. Pero lo pienso rodeado de cadáveres.

Han pasado demasiadas horas, una nube de mariposas diminutas se estrella con tenacidad sobre su parabrisas, manchándolo. Debió tener hambre, sueño. Vio los letreros que advierten sobre las consecuencias de manejar bajo la influencia de sustancias. No está intoxicado de alcohol, pero sí del odio que fluye en los canales oscuros de la web.

Las montañas se superponen y desdibujan a la distancia. El cableado entre poste y poste llega hasta la sierra: un electrocardiograma con picos, descensos, mesetas, subidas y precipitaciones. ¿Será que su corazón se acelera? El cielo es inmenso. Cielo de mañana. Cielo de verano. Cielo del desierto. Cielo sin interrupciones. Cielo que amenaza con tragárselo a él en una inversión de la esfera terráquea. Peligros latentes. La quietud de los arbustos espinosos. Aquí el río ya no tiene nada de su majestuosidad, es casi un desagüe que fluye en tierra de nadie, entre reja y reja. Él llega a la ciudad por la interestatal, desde ahí observa el espectáculo fronterizo. Es una de las ciudades más seguras del país con presencia militar constante, pero para quien imagina invasiones en las que los inmigrantes acabarán por remplazar a los blancos, la vista hacia Ciudad Juárez desde El Paso debe presentarse como una confirmación. Sitiada por el desierto, una sola metrópoli rajada por la mitad. Desde el norte no se alcanza a ver el fin de ese océano de cemento debajo de una bruma grisácea. De entre esa inmensidad, sólo se distinguen unos cuantos marcajes como la escultura roja de Sebastián: la X de México que, para unos ojos como los suyos, bien podría ser un general ordenando el avance de su regimiento: una masa devoradora de recursos que repta hacia el norte.

Publicar en Internet su manifiesto es una estrategia indispensable en su cruzada; a través de textos como el suyo se definirá lo que será legítimo en el futuro. Sin embargo, se justifica, titubea. Escribe: “prefiero publicar un manifiesto ‘meh’ que postergar el ataque”. Cierra con un llamado a la acción como los que ha leído en tantos otros manifiestos: ¡Hagan su parte y pasen la voz, hermanos! Hasta entonces, sólo era un discurso de odio más, protegido por una de las garantías más preciadas de este país. En busca de comida, se estaciona frente al centro comercial Cielo Vista que a diario visitan multitudes de ambos lados del muro. Los coches buscan sitio, hacen fila, esperan. En la entrada, padres de familia, entrenadores y jugadoras de un equipo de soccer estudiantil piden donaciones para la temporada. Es inicio de mes, los retirados intentan cobrar sus pensiones. Las personas entran y salen en un bullicio rutinario.

Al poner un pie en el Walmart, el que tendría un nombre, pero ya no lo tiene, encuentra el sitio ideal para sus objetivos. Regresa a su auto y vuelve armado. Bueno, al menos eso dicen las versiones oficiales. Los locales dirán que había otros, que vieron a otros, que los vieron registrándose en hoteles, que nada de esto fue casualidad.

Detrás de él, la esterilidad del estacionamiento: ni un solo árbol, apenas unos zanates parados en carritos de súper. La falta de árboles ha pasado a un segundo plano en su discurso. Los animales hace rato que lo observan. Camina sobre la plancha de cemento hirviendo. Lleva canceladores de sonido sobre las orejas, no escucha nada más que sus ideas latiéndole en el pecho. Hasta este momento, era un portador legal.