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Semana Santa en Iztapalapa no se limita a lo religioso, sino encarna el sentido comunitario

El gobierno despliega el Jueves Santo a 14 mil policías y 2 mil elementos del C5 para garantizar la seguridad // Hoy la expectativa de asistencia es de más de 2 millones de personas

 
Periódico La Jornada
Viernes 18 de abril de 2025, p. 7

En Iztapalapa, este Jueves Santo se respiró algo distinto. No era únicamente el calor implacable ni la algarabía de los vendedores ambulantes.

Era un murmullo en el ambiente, una vibración que recorría el asfalto y subía por los muros decorados con moños morados y blancos.

Una energía que anunciaba que comenzaba la jornada más esperada por miles de vecinos: el inicio de la representación de la Pasión de Cristo, tradición viva, profundamente arraigada y en constante transformación.

A las 15 horas, el sonido agudo de las trompetas cortó el aire. Como si fueran heraldo de tiempos antiguos, marcaron el arranque del recorrido de más de 10 kilómetros por los ocho barrios originarios de Iztapalapa: San Lucas, San Pablo, San Pedro, San José, Asunción, Santa Bárbara, San Ignacio y San Miguel.

Cada uno abrió sus calles como quien abre los brazos para recibir una procesión que no se limita al ámbito religioso, sino que encarna el sentido comunitario y la herencia cultural del territorio.

Para garantizar la seguridad del acto cultural, el Gobierno capitalino desplegó 14 mil elementos de la policía y 2 mil personas del C5, quienes vigilan por medio de las cámaras de video. Además, se instalaron unidades móviles del C5. La expectativa es que asistan más de 2 millones de personas.

La comitiva salió desde el segundo callejón Aztecas, en la colonia Asunción, donde se encuentra la casa de los ensayos. Ese punto funciona como santuario laico, taller de emociones y escenario de preparación actoral.

Desde ahí, partieron los romanos con sus cascos dorados, los nazarenos de túnicas púrpuras, las mujeres del pueblo, los soldados con lanzas de utilería, los niños que portaban coronas de espinas simbólicas y los centuriones con el gesto adusto aprendido de generaciones anteriores.

En las inmediaciones de la estación UAM del Metro, un niño captó la atención de varios curiosos. Tiene 10 años, se llama Emmanuel Yllescas y lleva con orgullo su atuendo de nazareno.

Un grupo de adultos lo rodeó, le hizo preguntas, y él respondió con serenidad: “Estudio la primaria y es mi primera vez en la Pasión de Cristo. Mi abuelito falleció hace cuatro años.

Él me enseñó a tener fe, a portarme bien con los demás. La voz del joven, firme y conmovedora, dejó claro que esta tradición no se hereda únicamente en lo escénico, sino también en lo íntimo.

Como película bíblica

Las decoraciones callejeras estuvieron cuidadosamente colocadas. Guirnaldas en blanco y morado pendían de cables de luz y postes. Puertas adornadas, altares improvisados y bancos en las banquetas convertían cada cuadra en un pequeño escenario.

Mientras algunos vecinos miraban desde las azoteas con sombrillas en mano, otros, a ras de suelo, buscaban la mejor toma con sus celulares o simplemente se dejaban envolver por la atmósfera.

El clima no fue benevolente. El sol castigaba con fuerza y cientos de personas se protegían con sombreros de palma, paraguas floridos y botellas de agua casi vacías.

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▲ Arranque del recorrido de más de 10 kilómetros por los ocho barrios originarios de Iztapalapa.Foto Jair Cabrera Torres

Entre la multitud, se oían gritos infantiles pidiendo paletas o refrescos para apaciguar la sed. En ese contexto, una visitante de Naucalpan, Teresa Escudero, avanzaba entre la gente con paso dubitativo. Me da miedo caminar cerca de los caballos. Siento que me pueden patear, imponen respeto. Pero vine porque mis hijos estaban aburridos en casa. Ellos sí disfrutan: toman fotos, se ríen. Dicen que las calles huelen a establo, como en las películas bíblicas.

El recorrido estuvo lleno de momentos conmovedores. En uno de ellos, los actores se detuvieron para nombrar a compañeros fallecidos. Al oír cada nombre, la multitud respondía ¡presente!, en una especie de ceremonia civil y espiritual que honró el trabajo, la entrega y el recuerdo. No era un gesto vacío: el eco de esas voces reverberaba en las paredes del barrio, en la memoria colectiva de un pueblo que sabe que el tiempo es sagrado cuando se convierte en rito.

Desde los techos, vecinos saludaban, otros lanzaban agua para refrescar a los participantes. Algunos improvisaban banquillos para alcanzar mejor vista. A lo lejos, se oía el redoble de un tambor o el rumor de pasos sincronizados. Cada esquina se convertía en un cuadro viviente: madres con bebés en brazos, ancianos bajo la sombra de un árbol, jóvenes con camisetas alusivas al evento.

Una de esas asistentes fue Noemí Castro, mujer de la tercera edad que avanzaba en silla de ruedas. No necesitaba más que su presencia para dar testimonio del significado profundo de esta tradición. Venir a ver la Pasión no es cuestión de fe nada más, comentó con voz suave.

También es una forma de mostrar que en Iztapalapa hay cultura, hay memoria, hay resistencia.

Aunque el emblemático viacrucis en el Cerro de la Estrella tendrá lugar este viernes, el espíritu de la representación ya impregnaba el ambiente. No era una simple antesala, sino un acto completo por sí mismo, con toda su carga de emoción, historia y orgullo barrial.

En su edición número 182, la puesta en escena sigue atrayendo no sólo a creyentes, sino a estudiosos, turistas, fotógrafos y curiosos que buscan entender cómo un barrio puede convertirse, por unos días, en Jerusalén.

La Pasión en Iztapalapa no se improvisa. Se ensaya, se vive, se transmite. Es un teatro del pueblo, pero también una pedagogía del cuerpo, de la comunidad y del tiempo. Aquí, entre empedrados y cables, entre vendedores de nieves y trompetistas voluntarios, cada quien encuentra su lugar; sea como espectador, como actor, como creyente o como cronista.

Este Jueves Santo no fue uno más. Fue una jornada en la que las calles hablaron otro idioma. Una jornada en la que el calor no detuvo la fe, ni el cansancio apagó la devoción. Un día en que Iztapalapa respiró hondo y recordó, con paso firme, que su historia sigue latiendo con cada trompeta, cada túnica y cada niño como Emmanuel Yllescas, que camina entre multitudes con la mirada puesta en el horizonte de una tradición que se niega a desaparecer.