an transcurrido 20 años desde que se inició el proceso de desafuero enderezado contra el jefe de Gobierno de esta ciudad. Tiempo suficiente para observar, con aceptable claridad, ciertas consecuencias derivadas sobre la vida organizada, el Estado y el gobierno de la República. Fueron varias las líneas que de manera simultánea iniciaron sus rutas de acción. Todas ellas lo hicieron sobre un fondo de fatiga colectiva, fruto de la decadencia del régimen imperante por décadas. La formación de factibles puntos de quiebre eran advertibles. La distancia entre individuos, grupos, clases o centros de población enteros, respecto de muchas de las instituciones que regían la vida organizada, ahondaban anchos tajos divisorios. El desapego de gobernantes sucesivos respecto de las necesidades colectivas fue una constante. Más todavía brotaban respecto de las aspiraciones. Décadas de olvidos y desprecios se sumaron al descredito. Buena parte de la masa poblacional carecía de los medios que le permitieran una subsistencia decorosa. Regularmente se veían privados hasta de lo indispensable. No por ello se habían abandonado esperanzas y deseos de bienestar y confianza solidaria.
En medio de tal desbarajuste surgía una figura pública empeñada en dirigir su mirada en distinta dirección: hacia abajo, donde se refugiaba el dolido pueblo. No sólo intentaba este político, bajo proceso jurídico, colocarse como su oidor, intérprete y representante efectivo y continuo, quiso, de verdad, ir más al fondo. Situar, con entusiasmo y pasión, a ese mayoritario conjunto de hombres y mujeres abandonados por años, como su razón de gobierno. Evitar así un asunto que llegaba a excesos peligrosos, con matices criminales del todo injustos. Transformar tan delicada situación en el objeto de sus preocupaciones, su eje y prioridad organizativa y política. Su pasado de dirigente social lo acercaba a vivencias similares y compartidas. Muchas de ellas formadoras de sólidos lazos de contacto humano. El paso como dirigente partidario le acercó experiencias que lo harían cuidadoso y atento para con los movimientos de grupos organizados y otros más apartidistas. El descubrimiento de una élite económica, formada al interior del uso y apropiación de los bienes públicos, se añadió a esa mirada justiciera.
Tiempo después le haría concebir la vigencia de un compacto y pequeño núcleo de mandones, al que no dudó en catalogar de mafioso su accionar. Ellos, en efecto, fueron los exigentes promotores del enjuiciamiento legislativo al que fue sometido. Ante la evidente sinrazón de forzar su castigo cundió, por innumerables ámbitos del país, un movimiento de protesta defensiva que lo situó en el ojo de una sucesiva tarea como dirigente. Encomienda a la que no dudó en sumarse y encabezarla. El movimiento contaba ya con los participantes y tenía voluntario liderazgo. Restaba hacerlo abarcante, con la fuerza suficiente como para conquistar el poder político supremo. Para lo cual había que arrancarlo de esa perversa amalgama entre poder, dinero y agentes de comunicación. Crucial cerrazón de fuerzas, solidificada por décadas de actuar como un régimen dedicado al propio beneficio. Todo desde la cúspide y para los pocos al mando.
Las dos sucesivas tentativas de llegar al Ejecutivo federal y demás posiciones públicas terminaron, la primera en burdo fraude y, la siguiente, en rampante compra de urnas, promotores y jueces. La narrativa histórica ha sido implacable en su difusión.
Hubo necesidad de recorrer el país para predicar un evangelio laico que pudiera ser oído y, al mismo tiempo, que fuera informativo de lo que se requería para ganar. Había urgente necesidad de apabullar al rival incrustado en la cúspide mediante senda rebelión de votantes. Así se garantizó, después de las dos sucesivas frustraciones, iniciar lo prometido: un gobierno para el pueblo y con el pueblo. Empezó la reconstitución de lo dañado y el trepidante proceso de cambio y transformación que continúa sin cesar. Habrá de requerir otros tantos años para redondear este empeño de volver a México una nación con hombres y mujeres dignos. Ahora ya es notable la unión y el apoyo de las mayorías con sus cuerpos de gobierno. Con tal amalgama es posible resistir, fluctuar y triunfar, aun ante serias vicisitudes adversas.
Tal dignidad implica, necesariamente, la preservación y ensanchamiento de la soberanía en sus variadas acepciones. La capacidad de tomar las propias decisiones anida y se radica, bien se sabe ahora, en numerosos ámbitos que solicitan independencias rigurosas. La nación se viene dotando a sí misma con la capacidad efectiva de continuar con normalidad esforzada sus deberes, en esta actualidad de presiones económicas desatadas desde el autoritario vecino del norte.