ndependientemente del punto de vista desde el cual se observe a Andrés Manuel López Obrador, el sexenio que terminó ayer ha marcado un parteaguas en la historia de México.
Las transformaciones emprendidas en estos seis años a un ritmo vertiginoso dejan un país profundamente diferente al que fue hasta 2018, cambios que afectan la política, la economía, la sociedad y las relaciones entre el país y el mundo, así como las del Estado con la sociedad
Un rápido y apretado recuento de este proceso obliga a recordar la demolición de la presidencia hierática e inalcanzable que existió hasta entonces y durante toda la vida de la República independiente; la política de austeridad republicana; la reversión de las reformas antilaborales impuestas en el gobierno anterior; la relación entre el Ejecutivo federal y los medios, ámbito en el que destaca el florecimiento de un debate muchas veces ríspido, pero abierto, entre el mandatario y sus críticos; la recuperación de billones de pesos que se perdían en la corrupción, la evasión fiscal, el robo de combustibles y los dispendios y su reorientación presupuestal hacia vastos y extensos programas sociales y más obras de infraestructura que las realizadas durante los seis sexenios anteriores; la generación de empleos y la política de fortalecimiento salarial; la estabilidad económica y cambiaria o la recuperación de las industrias eléctrica y petrolera propiedad de la nación; el acotamiento del poder que ostentaban las mafias farmacéuticas, hospitalarias y carcelarias; la proscripción de la subcontratación u outsourcing y el combate al pingüe negocio de las llamadas factureras.
Si ha de hablarse de política social, debe admitirse que el gobierno de López Obrador cumplió sustancialmente su lema –por el bien de todos, primero los pobres
–, y la prueba más fehaciente de ello es la reducción del número de pobres en cerca de 9 millones y medio de personas. Debe admitirse, también, que su propuesta de reactivar la economía desde abajo ha tenido efectos positivos, si se considera que la inyección de recursos billonarios en programas sociales, el fortalecimiento de la capacidad adquisitiva de los salarios y la ejecución de obras de infraestructura –que han sido generadoras masivas de empleos– han permitido, junto con el crecimiento de las remesas, reactivar el consumo y el mercado interno, lo que terminó beneficiando a los grandes capitales comerciales, industriales y financieros, los cuales lograron, en este sexenio, utilidades sin precedente, a pesar de que han sido compelidos a pagar los impuestos que establece la ley.
Los avances en materia de recuperación de la soberanía están a la vista: la misma integración económica de México con Estados Unidos da a nuestro país una carta fuerte para contener medidas y políticas injerencistas y para reducir las asimetrías que han caracterizado la relación bilateral. Pero además de la existencia de tales condiciones económicas, debe apuntarse que el fortalecimiento de la soberanía ha requerido de una voluntad política que estuvo ausente en las presidencias precedentes, cuyos titulares se caracterizaron por actitudes claramente entreguistas.
Desde luego, no todos los objetivos se lograron, y muchos de los logros resultan insuficientes: ello es particularmente claro en el caso de la inseguridad y la violencia, en el que el cambio de una política de guerra a la delincuencia
fue sustituida por una lógica de construcción de la paz. Pero, por más que los índices delictivos remitieron en estos seis años, siguen existiendo regiones con fuerte predominio de organizaciones criminales y sometidas a la amenaza constante de bandas delictivas, y aún es mucho lo que falta por hacer en esta materia. Es lamentable, asimismo, el escaso avance de la lucha contra la impunidad, y particularmente, la falta de resultados de la investigación oficial de la atrocidad perpetrada en Iguala hace 10 años en contra de estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. Ciertamente, un factor que obstaculizó sistemáticamente los intentos de esclarecimiento y justicia ha sido un Poder Judicial que se erigió en protector de infractores, repartidor de impunidades y encubridor de corruptelas; se consiguió, al menos, sentar las bases legales, mediante la aprobación, en las postrimerías del sexenio, de la reforma judicial, la cual permitirá corregir muchas de las perversiones que imperan en los tribunales.