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Dulces placeres
A

l caminar por la avenida 5 de Mayo, la más amplia y joven del Centro Histórico, recordamos que su origen es un callejón que era parte de las casas de Hernán Cortés y cuyo objetivo fue instalar locales comerciales para obtener rentas. En esos asuntos comerciales el capitán español era muy avezado.

Se le conoció como Callejón del Arquillo, por un pequeño arco que adornaba el acceso. Al paso del tiempo se le llamó, de la Jarciera, por los negocios de ese ramo que lo ocuparon.

Al paso de los siglos se fue extendiendo, particularmente por la aplicación de las Leyes de Reforma, que destruyeron partes de conventos que estaban en el paso.

A mediados del siglo XIX, a la altura de lo que hoy es Bolívar, se levantaba el Teatro Nacional, hermosa construcción obra del arquitecto Lorenzo de la Hidalga. Se demolió cuando Porfirio Díaz ordenó extender y ampliar la anchura de la vía para construir la avenida 5 de Mayo, que iba a desembocar en un nuevo gran teatro –Bellas Artes– que era parte de las grandes obras que se construyeron para conmemorar el Centenario de la Independencia

La flamante avenida atrajó inversiones y negocios, entre otros, el de una familia de dulceros que se habían establecido en 1874 en un pequeño local en la que era la calle de Plateros, hoy Madero, justo a un costado del famoso Café de la Concordia.

Los dueños aprovecharon para adquirir un predio y mandar construir un establecimiento de lujo que tuviera el carácter parisino que estaba de moda. Así nació el bello local que alberga la Dulcería Celaya, que todavía podemos admirar con su decoración original, que incluye cristales biselados, grandes espejos con marcos dorados, maderas finamente labradas, el piso de mosaicos decorados y la garigoleada yesería.

A este festín ornamental se añade el gastronómico: una extensa variedad de dulces y golosinas de diferentes lugares del país. Alguna vez escribimos que aquí conviven los de raíces prehispánicas con base en tuna, pulque y miel, con los que surgieron del mestizaje.

Con gusto y conocimiento se unieron ingredientes locales con los que vinieron de Europa, Asia y uno que otro del continente africano. Factor decisivo fue el cultivo de la caña que dio el azúcar, apreciada en el Viejo Mundo y rápidamente adoptada en el nuevo. Las especialidades que fueron naciendo en las cocinas mestizas eran con frecuencia acompañamiento de las fiestas importantes, tornándose en sí mismas una tradición.

Antiguamente traían dulces de diferentes regiones del país que no siempre llegaban frescos. Para garantizar la calidad permanente, desde hace varios años tienen un taller donde se preparan 90 por ciento de las recetas originales.

Esto nos permite degustar golosinas de todo el país, recién elaboradas, entre las que podemos mencionar: picones, duquesas de clara de huevo, camotes, trabucos, palanquetas, pepitorias, bocado real, glorias, trompadas, novias, charamuscas, tortitas de Santa Clara, figuritas de almendra, rosquitas y jamoncillos.

Las frutas son otra fuente inagotable de dulzura, tanto que se dice que hicieron a la célebre marquesa Calderón de la Barca llamarlas postres que cuelgan de los árboles. De esto no hay la menor duda, basta recordar el mamey, mango, zapote, guayaba, tuna, que se disfrutan frescas o cocinadas en alguna de las múltiples formas que ha desarrollado la creatividad popular: en conserva, cristalizadas, ate, jalea o mermelada, varias de ellas especialidad de alguna parte como San Luis Potosí o Querétaro, con sus exquisitas frutas delicadamente cubiertas de fino azúcar convertida en cristales.

Parte importante de la sobrevivencia de la infinidad de recetas es su estrecha relación con el ritual y la tradición. Un ejemplo de ello lo vamos a tener en unas semanas en que vamos a festejar los Días de Muertos. ¿Cómo concebir esas fechas sin las calaveras de dulce, el sabroso pan y la calabaza en tacha?

Un magnífico lugar para saborear muchas de esas dulces ricuras es el Café de Tacuba, en el número 28 de esa calle, que es un fiel custodio de las tradiciones.

Buñuelos con miel; bizcocho fino de huevo; panqué de pasas o nuez; tamal de dulce, pastel con chocolate, postres mexicanos de la casa; flan, huevo real, y en temporada: tejocotes en almíbar, calabaza en tacha y pan de muerto. El acompañamiento: chocolate, atole, champurrado o un café lechero en un vaso alto y servido a su gusto exacto.