l sufragio universal puro se ha mostrado como un torrente de aguas revueltas, salvaje, indómito, que tira todo a su paso. Resulta urgente encontrar la fórmula de una democracia apacible, capaz de resistir a los extravíos del número.
“Nuestras elecciones son una lotería en cuyo saco ponemos no al pueblo, sino una multitud. Ponemos en él a toda clase de individuos a los que se despoja de su calidad y profesión y es el azar el que revuelve el saco y de ahí se obtienen los números ganadores, es decir, nuestros diputados. Tratemos de encontrar al pueblo en ese caos de la multitud.
Ya no hay más corporaciones en el Estado. No existe ya sino el interés particular de cada ciudadano y el interés general, el gran error de la Revolución. Deben estar representadas no las opiniones, sino las corporaciones, la familia, la ciudad, que son los vínculos de todo orden.
Estas tres frases pudieron ser pronunciadas por la derecha mexicana durante el pasado mes, pero fueron escritas después de 1848 por los conservadores franceses tras la adopción del sufragio universal, que en esos años era sólo de los varones mayores de 21 años. Es curioso que la derecha reaccione con los mismos argumentos a la inclusión –irrupción, en el caso mexicano desde 2018– de una mayoría plebeya a la que se le mira con desconfianza y hasta con miedo. El rechazo a que fuera sólo el voto de la mayoría el que diera cauce al destino de una nación engendró hace casi 170 años una serie de diques que forjaron lo que hoy entendemos por democracia.
Para proteger a las élites de una mayoría, los conservadores inventaron, por un lado, que esa era una masa ignorante que podría, incluso, empoderar a un tirano, y por el otro, que no debería ser orientada por el interés general
, sino por una fragmentación de intereses de grupos, entre los que se encontraban, por supuesto, las élites. Esos intereses eran naturales
, porque provenían de la clase social y de la profesión. De hecho, hay varias propuestas de dejar la Cámara de Diputados y de Senadores como dominadas por una mayoría, pero organizar una tercera, de profesionistas, que salvara a los hijos de las familias educadas.
El propio Saint-Simon propuso una Cámara de Invención, compuesta por 300 ingenieros y artistas; otra de Examen, donde matemáticos y físicos decidieran la viabilidad de cada proyecto, y por último, la de Representantes, que vieran que se cumpliera su ejecución. Así, de entre toda la tecnocracia, sólo había un cuerpo de representación política que no tenía a su cargo la creación de políticas públicas, sino sólo su hechura. Vino, un poco después, la idea de los intermediarios profesionales entre el pueblo y el Estado, origen de sindicatos, pero, también, de los que hoy llamamos organismos autónomos
.
Otra creación que prevalecería con el tiempo fue la proporcionalidad, es decir, cuidar que las minorías siempre tuvieran representantes. Se hablaba mucho de las minorías dominadas, pero jamás de las dominantes. La proporcionalidad electoral, inventada por un matemático, Joseph Diez, en 1820, se hizo con base no en la actividad profesional o la clase social, sino en las opiniones. Así, si unos opinaban la misma cosa, podían juntarse, y si llegaban a 200, podrían acceder a una diputación. De inmediato se organizó una campaña por toda Europa para adoptar la proporcionalidad: Ernest Naville en Suiza, John Stuart Mill en Inglaterra, Émile Durkheim en Francia.
Es interesante que el padre de la sociología fuera un entusiasta de la proporcionalidad porque, en el fondo, lo que intentaba era describir las sociedades desde una nueva ciencia que muy pronto empezó a contar con herramientas como las encuestas y los sondeos de opinión, casi nostálgica de cuando las naciones eran orgánicas: el rey, los súbditos, la corte, los caballeros, los gremios. La democracia como forma de una sociedad para autodescribirse empezó a privar sobre la democracia popular del mandato, el universalismo y la igualdad política que precede a toda igualación económica y social.
Y es que el sufragio universal se veía por la élite como una falsa democracia, donde una masa anónima y sin rostro, sin atributos notables, sin credenciales profesionales, podía decidir el destino nacional. Así lo escribe Stuart Mill para argumentar a favor de la proporcionalidad: Hay peligro de que el cuerpo de representantes sea muy mediocre en inteligencia y hay peligro de una legislación de clase por una mayoría numérica compuesta totalmente por la misma clase
. No lo dice, pero se refiere a la lucha de clases dentro de una democracia donde el sufragio universal y la igualdad política pueden aplastar a la élite, aunque casi siempre se dé el caso contrario. La crítica más dura contra ella es que la mayoría es una expresión de confianza y que la minoría sólo aporta a la política un método de selección. Pero la proporcionalidad será usada, también, por las minorías dominadas y se dará paso, con las identidades, a fenómenos como la representación obrera o campesina y, mucho más adelante, a la de las mujeres.
De las cámaras profesionales a la proporcionalidad se irá, no sin trabajos y debates agrios, al sistema de partidos, que parece una solución entre lo particular de la democracia como sociología –que hoy llamaríamos de identidades
– y como política, la del interés general. La idea era organizar las opiniones como ideologías: hay izquierda y hay derecha. El debate es desde ese añejo siglo XIX: los partidos confiscan la soberanía popular porque se convierten en intermediarios de la política profesional, una noción ajena y hasta contraria a la democracia. Desde entonces también se atribuye a los partidos la idea de ser facciones, cofradías que buscan sus propios intereses, no los del pueblo. De hecho, la revolución francesa los prohíbe tan pronto como 1789, porque sus asambleístas tienen la idea de que representan a toda una nación y no a un gremio, que la sociedad debe ser una construcción política y que no hay que temer a que su organización no esté dada de antemano.
Me pareció adecuado plantear cómo el pánico de los conservadores ante el sufragio universal acabó creando nuevas formas de organizarse, pensarse, y emocionarse. Pero eso fue hace 170 años y, ahora, como dijo Marx, la repetición es una miserable farsa.