Editorial
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El PRI, en caída libre
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lejandro Moreno Cárdenas logró la relección como presidente nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI) con 97 por ciento de los votos de los consejeros. El proceso ha sido denunciado como una farsa por la serie de maniobras previas con que el ex gobernador de Campeche se aseguró el triunfo para encabezar al PRI hasta 2028: purgas de disidentes, cambios en los estatutos para excluir a la militancia de la votación, ausencia de contrincantes reales y control absoluto sobre el Consejo Político Nacional.

Más allá del desaseo comicial, destaca que la primera persona en relegirse como dirigente tricolor sea también la que condujo al antiguo partido hegemónico a la peor debacle de su historia. En los primeros cinco años de Alito, el PRI pasó de 12 a dos gubernaturas; de 6.7 millones a sólo 1.4 millones de militantes (una desbandada de 80 por ciento); de 9.2 a 5.7 millones de votos en la elección presidencial, con un punto de partida que ya era su peor marca hasta entonces. Después de una efímera recuperación en la Cámara de Diputados en 2021, se estima que tendrá apenas 35 asientos en la legislatura que comenzará el 1º de septiembre, con lo que sería la quinta fuerza parlamentaria.

Moreno Cárdenas asumió el cargo en 2019, cuando el partido ya había sufrido un descalabro histórico a manos de Morena y se había convertido en la fuerza más repudiada por la ciudadanía a raíz de la corrupción, el autoritarismo y el embate contra las clases populares que caracterizaron al sexenio de Enrique Peña Nieto. En aquel entonces afirmaba que su misión era emprender una reforma de fondo, pero las únicas reformas que concretó fueron las que le permitieron, primero, extender su mandato un año adicional y, ahora, relegirse para cumplir un segundo periodo y eliminar los contrapesos a sus decisiones.

Alito es tanto causa como efecto del desastre priísta: cuando la formación gobernaba dos terceras partes de las entidades federativas –como hizo hasta el sexenio pasado– y era la primera o segunda fuerza en el Congreso, habría sido imposible para un dirigente partidista concentrar tanto poder, puesto que los gobernadores y los líderes legislativos controlaban el voto corporativo y marcaban la agenda de acuerdo con sus intereses personales o regionales. Caídos los feudos y con números que los reducen a la insignificancia en las Cámaras, los priístas no tienen más referente que el interno. Así, se da la paradoja de que, con cada elección perdida, Moreno refuerza su dominio sobre el aparato del partido, en un proceso que inevitablemente recuerda a la acelerada decadencia del PRD a partir de que los Chuchos eligieron quedarse con el cascarón burocrático y dejar que Andrés Manuel López Obrador se marchara con toda la militancia.

En estos momentos, el PRI parece condenado a desaparecer o a convertirse en un satélite del PAN, su socio en el cogobierno neoliberal vigente entre 1988 y 2018. Y, de acuerdo con los estudios demoscópicos sobre simpatías partidistas, nadie lo va a extrañar.