ra julio de 1985, y en las legendarias ciudadelas obreras del siglo XX, Catavi y Huanuni, lo imposible acababa de suceder. El dictador Hugo Banzer, aquel que había mandado encarcelar y masacrar trabajadores mineros entre 1971 y 1977, salía abrumadoramente victorioso en la votación electoral de esos mismos reductos obreros que lo habían combatido hasta la muerte.
No habían pasado ni 10 años, y el mundo parecía colocarse de cabeza. En las elecciones generales, la vanguardia proletaria de la Central Obrera Boliviana le había entregado de manera abrumadora su voto al dictador devenido circunstancialmente en demócrata
¿Cómo explicar esta debacle de la historia de una clase social que hasta entonces era el epítome de la conciencia revolucionaria del pueblo boliviano? ¿Que había modificado tan radicalmente la mirada del mundo de esos recios obreros? ¿Un extravió de la razón? ¿Una enajenación política? ¿Un monumental engaño? No. Simplemente, la inflación.
Claro, el candidato izquierdista Hernán Siles Suazo, que había ganado las elecciones en junio de 1980 y, después de golpes militares, ocupó el cargo desde octubre de 1982, terminaba el año de su mandato con 600 por ciento de inflación. A la crisis económica heredada de la cleptocracia militar, se le había sumado el boicot empresarial; y lejos de buscar una salida de ajuste
hacia las clases privilegiadas, sus aliados, especialmente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, optaron por sumarse al saqueo estatal. El resultado inevitable, el acortamiento del mandato, la casi extinción electoral del frente y la disponibilidad popular a políticas de shock neoliberal que perduraron 20 años.
Inflación I
La inflación de dos o tres dígitos es un desquiciador social. Volatiza cualquier lealtad social previa. Ante ella, memoria de luchas, comunidades de afecto y acción previamente constituidas, se disuelven espantadas frente al colapso de todas las referencias de orden de la realidad que provoca la incontenible elevación diaria de los precios.
La inflación transmuta convicciones revolucionarias en adhesiones reaccionarias. Desestabiliza gobiernos, castiga a candidatos y puede encumbrar a anodinos políticos como grandes salvadores. La elevada inflación es un agente de la incertidumbre estructural que agrede el horizonte predictivo con el que las personas concurren al mundo cada día y, lo más relevante políticamente, abre en la estructura cognitiva de las personas, la desesperada búsqueda de nuevos referentes discursivos y propositivos que le ayuden a recuperar la certidumbre del mundo.
Los que mejor comprenden el efecto social corrosivo de la inflación son los empresarios y los gobernantes conservadores. Por eso, cuando han podido, han utilizado esa herramienta para desprestigiar rápidamente a gobiernos de izquierda, como el de Allende en 1973, o el de Bolivia en 1984 y 2008. Y ahora, entre 2022-2024 en Estados Unidos, a la cabeza de la Fed, han estado dispuestos incluso a hipotecar el crecimiento económico y caer en una recesión, con tal de intentar pararla. Pese a eso, como lo lamenta el premio Nobel de Economía P. Krugman, la propia mejora del salario real promedio de los estadunidenses en estos dos años, no ha logrado traducirse un repunte de la popularidad del presidente Joe Biden, precisamente por la aún elevada inflación subyacente que le muestra al ciudadano medio que las cosas hoy valen más que hace tres años. Claramente, en escenarios de elevación de precios, la estabilidad y continuidad de los gobiernos son inversamente proporcionales a la tasa de inflación.
Los economistas estadunidenses han utilizado muchos bytes para debatir sobre las causas de la inflación desatada desde 2021. Con el tiempo, los datos aparecieron, mostrando que hubo problemas de oferta más que de demanda, debido a los problemas de abastecimiento de productos básicos, en las cadenas de suministros, en las gargantas de las líneas de transporte (Canal de Panamá, golfo de Adén) etcétera. Y ello fue aprovechado por empresas con poder de mercado
para empujar los precios al alza. Lo cierto en todo caso es que, apoyándose en los factores multicausales de los procesos inflacionarios, siempre y en todo lugar, el que sale ganando es el empresario por la posición de fuerza que tiene en el mercado propietario de medios de trabajo y de dinero.
Esto hace de la inflación un espacio de antagonismo redistributivo entre el trabajo y el capital, por la obtención de mayores volúmenes de excedente económico que permita, para el primero, compensar el incremento de los precios del consumo básico y, para los segundos, mayores ganancias en medio del desorden de precios.
El dinero
¿Por qué este efecto político y culturalmente tan devastador de la inflación? Por el poder social del dinero (Marx). Y, en el capitalismo, por ser el poder social fundamental.
El dinero, en cualquiera de sus formas, de papel, moneda, oro, de títulos, etcétera, tiene un poder extraordinario, casi bíblico: convertirse en el satisfactor de cualquier necesidad social. Ya sea comida, bienes inmuebles, artefactos, herramientas, distracciones, placeres, lealtades invenciones, creatividades, descansos, previsiones, apoyos o estabilidad, el dinero puede comprarlos. Apenas despunta una necesidad humana, la que sea, el dinero puede convertirse en ella y satisfacerla. El único límite temporal a esta cualidad de intercambiabilidad, es decir, de compra, es el monto, un hecho meramente cuantitativo. El dinero se presenta, así como un dios
: el dios de las mercancías
que pareciera tener vida propia y por cuya propiedad las personas trituran sus vidas y son capaces de matar o de morir.
En el capitalismo, la capacidad de producir bienes y de intercambiarlos, un poder eminentemente social, de todas las personas, deviene en un poder de una cosa: el dinero. En el dinero, el mundo moderno está contenido; la sociedad comprimida; todo trabajo humano depositado; el esfuerzo, los deseos, los sacrificios, las actividades y los sueños de cada persona almacenados. Tener dinero es, por tanto, tener un pedazo, grande o pequeño dependiendo del monto, del mundo, de la sociedad, de las actividades, de los esfuerzos, de las esperanzas de todos los demás.
Inflación II
Por todo ello, cuando este poder de influencia sobre la actividad de los otros
, es decir el dinero, comienza a depreciarse, el mundo de las personas comienza a desquiciarse. Claro, si los ahorros de toda la vida atesorados a lo largo de años, en medio de trabajos insufribles y privaciones constantes, día que pasa ya no equivalen a 10 quintales de azúcar, o al precio de un automóvil como hace un mes, sino a cinco quintales de azúcar o a medio automóvil, entonces la mitad de los infinitos esfuerzos que hicieron las personas para acumular un poco de poder monetario se diluyen sin justificación alguna. Si la capacidad de prever el futuro de los hijos, ahorrando para comprar una casa, o pagar los estudios superiores, se evapora misteriosamente, la única certidumbre de vida a la que muchas personas se aferraron durante décadas, ahorrar, se desploma inútil ante el aumento de los precios de las cosas y el recorte de su capacidad de compra. Si la previsión de ingresos mensuales permite a una madre garantizar la alimentación, los servicios y el pago de deudas, y de manera abrupta está obligada a recortar la mitad de los alimentos de sus hijos porque el dinero que recibe ahora equivale a la mitad de los productos que podía adquirir, el pavor a un futuro que se hunde se apodera de sus pensamientos.
El dinero es el vínculo social por excelencia. Diariamente lubrica las múltiples actividades de todas las personas. Sostiene su cotidianidad y su horizonte predictivo imaginado. Pero la inflación destruye todo eso. Mutila la previsión del destino familiar. Carcome sus vínculos vecinales o sindicales. Dinamita su posibilidad de prever mínimamente el porvenir.
Con el tiempo, de persistir y aumentar la tasa de inflación, lleva al colapso de sus vínculos sociales y la hunde en la desesperación y la anomia. La pérdida del poco o mediano poder social
del dinero es la experiencia en cámara lenta del colapso de las certidumbres sociales y del orden del mundo conocido. No por nada Keynes le asignaba al dinero la función de eslabón entre el presente y el futuro.
Al diluirse el orden más o menos previsible del mundo y al carcomerse todos los vínculos personales mediados por el dinero, las personas sufren un colapso cognitivo, una pérdida de las narrativas que daban hasta entonces sentido al curso de sociedad y su destino. Inicialmente habrá una predisposición a salvatajes individuales, como individual es la experiencia del trastorno de su porvenir. Pero también mostrarán una disponibilidad a salidas abruptas, de shock, que le permitan regresar lo más pronto posible a recuperar la certidumbre frente al porvenir, sin importar el costo para ello. Las inflaciones elevadas, junto con las guerras, los cataclismos naturales, las pandemias y las revoluciones, son de los pocos acontecimientos que conmocionan desde sus cimientos a la totalidad de las sociedades afectadas y se presentan como hechos políticos totales. Pero es el único acontecimiento social total que inicialmente provoca respuestas individuales.
En Bolivia de 1985, la gente aceptó despidos laborales masivos, gigantesca devaluación de la moneda, contracción brutal de la inversión pública, pérdida de derechos laborales y el incremento acelerado de la pobreza, siempre y cuando la inflación se detenga. Y la inflación se detuvo. Lo hizo arrojando a la población al subconsumo y el aumento de la pobreza extrema. Pero el dinero volvió a ser dinero con valor anclado.
La gente perdió en el ajuste
una parte sustancial de su capacidad de compra porque no tenía dinero. Pero sabía que, si en algún rato lograba tener un poco, su capacidad de compra o de ahorro era previsible. El mundo, no importaba si miserable y precario, volvía a ser mundo, porque el dinero volvía a ser dinero, es decir, la mercancía imperecedera
.
Las políticas de shock neoliberales no son las únicas maneras de frenar la elevada inflación. Las sociedades pueden también sedimentar experiencias colectivas para enfrentar sus problemas personales y mostrar disposición a salidas por el lado del ajuste
a la enorme propiedad y las grandes fortunas, como mecanismos para proteger a los que menos ingresos tienen. Pero en todo caso, esto también requiere una reverberación de voluntades colectivas populares al lado de una voluntad política determinada a enfrentarse a los poderes de la gran propiedad para devolver una parte del poder social
del dinero a la mayoría de las clases menesterosas. Como insiste Marx, el Estado no puede crear más riqueza sólo emitiendo más dinero, pero sí se puede producir nueva riqueza puede expropiarla a los que tienen mucho, para distribuirla a los que carecen de ella, etcétera.
Pensando en la inflación argentina, en política no hay que subestimar la capacidad de aguante a castigos sociales que tiene la población, con tal que ello redima el horror de la inflación. Y peor si las voces políticas alternas que pueden alumbrar otros cursos de acción posible sólo atinan a mantener las condiciones de las viejas angustias a las cuales la gente quiere escapar a cualquier costo. Pero tampoco ha de menospreciarse la frontera del hartazgo colectivo a los sacrificios, más aún cuando el futuro conservador y monetarista que se ofrece es un fósil económico que carece de porvenir factible mundial. Y en medio de uno y el otro, siempre habrá espacio para realidades aún más degradadas a las existentes.
*Ex vicepresidente de Bolivia