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Carlos Montemayor, un hombre de todas las estaciones
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▲ Carlos Montemayor durante una entrevista con La Jornada en 2007.Foto Cristina Rodríguez
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l chihuahuense Carlos Montemayor (1947-2010) ensancha y ennoblece para la tradición literaria mexicana el título de hombre de letras, lo cual le confiere un lugar único en la literatura mexicana moderna. Los distintos rumbos de su obra escrita, su actividad académica y de figura pública reúnen la formación académica bajo el ejemplo de Rubén Bonifaz Nuño, quien, a diferencia de Alfonso Reyes, Octavio Paz o José Emilio Pacheco, nunca dejó la universidad como maestro, investigador y promotor de la poesía y el conocimiento.

Esta influencia rubeniana marca la obra de Montemayor no menos que el compromiso intelectual y social con las rebeliones populares armadas, así como con los pueblos originarios y sus creaciones habitualmente ignoradas o subestimadas. Ensayista literario de gran aliento, desde joven inicia un viaje al fondo del secreto de las lenguas antiguas (griego, latín, hebreo, náhuatl clásico), el castellano de su expresión y las lenguas modernas.

Poeta, traductor políglota (y acompañante de traductores) y narrador, publica su primera obra maestra a los 23 años, Las llaves de Urgell (1970), por la cual recibe, precozmente, el premio Villaurrutia el año siguiente. No fue para menos. Su narrativa posrulfiana lo emparenta con Bioy y Borges, ya dueño de una voz propia que prefigura a otras voces del norte, particularmente a su paisano, el formidable Jesús Gardea, mayor que él, pero a diferencia suya, un escritor tardío.

En 1973 da a conocer sus primeras versiones catulianas y se inicia como editor de la Revista de la Universidad, para pronto pasar a catedrático de la entonces novísima Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), donde funda de la revista Casa del Tiempo, en 1980. Compila sus primeros ensayos literarios en Los dioses perdidos (1979).

De ahí en delante se detonan las varias direcciones de su escritura, su magisterio y su definido compromiso público. Escribe novelas de su tierra con fuerza telúrica y, sin embargo, sencillamente humana: Mal de piedra y Minas del retorno, para más adelante abrir el registro con su célebre Guerra en El Paraíso (1991), Los informes secretos (1999), Las armas del alba (2003), La fuga (2007) y de manera póstuma Las mujeres del alba. Toda una saga revolucionaria. Podemos afirmar que sus cuentos y novelas conforman un corpus sólido y único, que lo emparentaría si acaso con el hereje comunista José Revueltas.

De manera paralela, prosigue sus análisis literarios, que lo conducen inusitadamente a la indagación participativa de los pueblos originarios desde principios de los años 80. Su interés en las lenguas mexicanas lo convierte en un motor para la escritura poética y la literatura, no necesariamente escrita, de los pueblos mayas de Yucatán y Chiapas, los zapotecos, mixtecos y otros de Oaxaca y el náhuatl moderno, en la senda marcada por los pupilos de Miguel León-Portilla, Natalio Hernández y Librado Silva Galeana (de donde surgirá más adelante un indispensable Diccionario del náhuatl en el español de México, 2007).

No es indigenista ni mexicanista. Por fortuna. Pero aprovecha la línea liberadora de los antropólogos Guillermo Bonfil y Stefano Varese para colaborar en vivo con los entonces casi subterráneos pensadores y creadores de los pueblos originarios y estimularlos para ser dueños de su hacer y su historia. Trasciende la etnología y supera el concepto de informante y los considera protagonistas, son ellos los verdaderos especialistas. Tal es el espíritu de Víctor de la Cruz, Floriberto Díaz, Gerardo Can Pat, Víctor Terán y, sobre todo, la postura crítica de Javier Castellanos.

Como ha señalado Rafael Mondragón, con Los tarahumaras: Pueblo de estrellas y barrancas, Montemayor afina y afirma su diatriba con los especialistas en indios, considerando a los propios indios como únicos especialistas autorizados. Al levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) acude desde el primer día. El 2 de enero de 1994 ya está buscando luces y ofreciendo claves en La Jornada para entender el alzamiento, hecho que será determinante en su obra y pensamiento.

Hasta el final de su vida produce libros sobre las rebeliones, las condiciones y concepciones de los pueblos originarios, su literatura emergente a contraluz de la desigualdad que padecen bajo la dominación de la sociedad mayoritaria y de un Estado que es colonialista interno hasta nuestros días. Organiza festivales poéticos, publicaciones colectivas, tiende puentes dentro del país y hacia los pueblos indios del sur americano (que, como se sabe, comienza en Guatemala). Anima trascendentales series bilingües en Yucatán y Chiapas de autores indígenas.

Encuentros en Oaxaca, testimonio publicado en 1995, es la bitácora de un largo diálogo multicultural que ilustra su propio aprendizaje y el activismo de escritores y poetas oaxaqueños. Allí delinea un programa, un método, un ejemplo práctico de su papel como incitador, mas no protagonista.

Memorablemente se inserta en los diálogos nacionales, sus vericuetos y abismos de las tres rebeliones armadas indígenas del fin de siglo: EZLN, EPR, ERPI. Mediador confiable, aboga por la paz y el reconocimiento de sus demandas. De hecho aporta sus propias experiencia con las fuerzas armadas, como catedrático de la Escuela de Guerra y conocedor de la mentalidad castrense.

En otra zona del poliedro Montemayor tenemos al cantante y libretista de ópera, colaborador de Daniel Catán y refinado intérprete del bel canto: arias, lieder y canciones mexicanas. Graba discos. Y todavía más, escribe el argumento histórico para una película que no se ha filmado: 1938: El petróleo que fue de México.

Durante los últimos 20 años de su vida desarrolla una intensa actividad periodística y polémica, no pocas veces en confrontación con el gobierno, sobre todo en las páginas de La Jornada. Ello le da gran credibilidad entre las organizaciones indígenas. Será interlocutor del subcomandante Marcos, el obispo Samuel Ruiz García, las dirigencias guerrilleras de Guerrero y Oaxaca. Borda entre las historias de la clandestinidad, la guerra sucia de los años 70 y las insurrecciones finiseculares.

¿De dónde vienen tanta vitalidad, tanta curiosidad, tanto vivir las lenguas vivas y muertas, las luchas, los sacrificios revolucionarios? Queda para el final de este esbozo la fuente original de la poliédrica inteligencia de Carlos Montemayor, el espacio donde todo cristaliza y une las partes en un todo extraordinario cargado de sentido: la poesía.

La Antología personal que ahora redita su casa, la UAM, es apenas un atisbo de su admirable creación poética, que de principio a fin sigue un camino aparte de todo lo registrado líneas arriba. Nunca es un poeta político ni panfletario, no se aindia oportunistamente ni se refocila en la paráfrasis de los clásicos que tanto estudió y tradujo siempre que pudo. Deja la narración para los cuentos y las novelas. O sea, no usa la poesía, sencillamente se entrega a ella con discreción conmovedora.

En 1977 publica Las armas del viento, y apenas poco después Abril y otros poemas (1979), que incluye su poema virgiliano Las armas y el polvo, donde absorbe, como ha señalado Carlos Mariscal de Gante, la ciudad moderna de La tierra baldía, de TS Eliot con la lente de una Eneida siempre rejuvenecible. Así se incorpora a la nutrida familia de poetas mexicanos que han traducido, estudiado y comentado a Eliot; son una suerte de familia.

Sin embargo, su guía mayor, su Virgilio incómodo será Ezra Pound. Desde Los dioses perdidos, Montemayor define una poética y emprende el camino de una poesía que profesa la humildad, a pesar de sus referentes grandiosos, épicos, inmortales, en fin, clásicos. Su obra poética permanece en círculos más reducidos y devotos que la novela y la polémica humanística que aportó siempre. Poesía sin más, con frecuente acento conversacional, hila recuerdos de infancia y la emoción amorosa, en él, muy vivas, las iluminaciones líricas, bien representadas en este libro desgraciadamente breve.

Un efecto colateral de la redición de su Antología personal, con escasas 40 páginas de versos, es que vuelve urgente la reunión definitiva de su poesía o al menos la redición de sus libros: Finisterra, Abril y otras estaciones, Memoria del verano, la compilación Poesía 1977-1996, los maravillosos poemas chinos de Tsin Pau (2007) y Apuntes del exilio de 2010, el año de su muerte.

Los poemas de Tsin Pau cumplen un amor poético especial por la poesía del Clásico chino, en el espíritu vitalista y sencillo de Du Fu, uno de los mayores poetas de la humanidad, contemporáneo de Li Po y Wang Wei, quizás revelados por Ezra Pound en Cathay, libro poundiano por el cual profesó gran admiración desde joven por esa belleza pulcra, nítida estática, de cristal que ponderaba ya en 1973.

En La fiesta, su heterónimo chino Tsin Pau añora al río que corre junto a la aldea de su origen:

Quisiera que en esa barca
partieran de nuestra casa de
[infancia
al encuentro de mis brazos
[ya viejos,
o a un verano donde volvamos
[a reunirnos,
donde seamos otra vez felices
bajo la sombra plena de
[nuestros jóvenes padres,
en una fiesta que no termina,
en una fiesta a la que siempre
llegamos cuando comienza.

Esa humanidad en lo simple y delicioso de la vida vivida y soñada, en ese retorno al origen de los descubrimientos vitales, radica el secreto de su poesía, el canto hospitalario, la reunión de amigos, amores y recuerdos que convoca “Dejo abiertas…”, incluido en la Antología personal que ha de ser un aperitivo, una invitación a la poesía entrañable y no suficientemente conocida de Carlos Montemayor.