a relación México-Estados Unidos está en el centro del debate aquí y allá. Ambos países renuevan sus respectivas presidencias, en los próximos meses, y las agendas de migración, seguridad y vínculos comerciales, ocupan con diferente nivel de prioridad a ambos gobiernos. México vuelve a estar en el discurso de los candidatos y precandidatos a la Casa Blanca como la única frontera que los separa de un mundo que preferirían no ver ni tener que ver con él. El mundo de la cultura latinoamericana, y millones que teniendo la esperanza de una vida distinta y mejor se convierten, desde la óptica y narrativa estadunidense, en un problema a resolver. Este factor suele obviarse en el análisis político de coyuntura: la discusión se centra en México, porque si bien la migración a Estados Unidos es multicultural y de decenas de países diversos, la frontera es nuestra, la porosidad es compartida y el problema es común. En alguno de sus rallies para encender a sus partidarios, Donald Trump dijo algo que, no obstante que es un sinsentido, desnuda la visión de una parte de la población de ese país: All those mexican countries
, o todos esos países mexicanos
, refiriéndose a Centroamérica y quizás a parte de Sudamérica. Por eso, México está en la punta de la lengua de todos los aspirantes, porque personificamos como nación el problema que quieren ver resuelto y porque su conexión, al menos geográfica y migratoria, con América Latina pasa necesariamente por nuestra larga frontera y aduana.
Pero hablar de la coyuntura México-Estados Unidos es hablar de una historia compleja como pocas. En el siglo XIX, nuestro país pagó el precio de la división política, de lo irreconciliable de los proyectos nacionales (el conservador, que veía a México como experimento imposible sin la ayuda de una corona católica europea, y el liberal, que imaginaba un México independiente y laico) que estallaron muchos años antes de la Guerra de Reforma, con una permanente batalla ideológica que facilitó guerras, la pérdida de territorio e incluso la imposición del gobierno. Ese joven México profundamente dividido, que tenía menos de 20 años como nación independiente, se topó con la estrategia expansiva de Estados Unidos en medio de una revolución tecnológica y de transporte, que unió el Este y el Oeste, inició la explotación industrial del petróleo y sentó las bases para que, décadas después, Estados Unidos emergiera como potencia económica y militar global y que tristemente nos costó un largo territorio del norte que perdimos.
La Revolución Mexicana, la Decena Trágica, los convulsos años 20 y la Expropiación Petrolera, hitos que marcaron la primera mitad del siglo pasado, no se entienden sin la intervención, injerencia e influencia de Estados Unidos. La conclusión en el brevísimo recuento histórico es sencilla: ese país ha moldeado geográficamente a México, lo ha marcado culturalmente, ha intervenido militar y políticamente por cerca de 200 años y lo seguirá haciendo. Va mucho más allá de nuestras coyunturas electorales, nuestro sentimiento ambivalente al vecino poderoso y el recuento de buenos gestos y agravios a lo largo de años.
¿Dónde ha estado la victoria de México en esta saga de desequilibrios?, ¿dónde Goliath es puesto a prueba?, en el flanco comercial y económico. La respuesta es que México es el principal proveedor de Estados Unidos, por encima de China. Se dice fácil, pero las cadenas de suministro, la cercanía, los vasos comunicantes y la infraestructura que une a Norteamérica como la columna vertebral de un solo cuerpo, han jugado venturosamente a nuestro favor. A esto se suman 63 mil millones de dólares enviados por los connacionales en Estados Unidos a sus familias en México. Para poner esta cifra en contexto, si tomáramos toda la renta petrolera de 2024 y la repartiéramos entre esas mismas familias, recibirían menos dinero. Cuarenta millones de hispanos, la mayoría de ellos mexicanos, viven y trabajan en el país del norte y son ya la primera minoría racial, lo cual les concede otro peso y relevancia política. No pasarán muchos años para ver a un vicepresidente latino, y luego, por qué no, un inquilino en la Casa Blanca cuyos padres o abuelos hayan nacido en Michoacán, Jalisco o Puebla.
Estamos, nos guste o no, en el mismo barco. Aunque existen enormes diferencias evidentes, hay una coincidencia estratégica: la hegemonía comercial, de producción, manufactura y logística en el siglo XXI. Vale la pena recordarlo hoy, cuando las coyunturas electorales, políticas y noticiosas nos hacen voltear a lo inmediato, cuando lo verdaderamente importante inevitablemente lleva años en marcha.