lenaron el principal zócalo del país y otros adicionales en su frenesí cruzado. Salieron en defensa de una democracia que, cual pacto fundacional y para muchos efectos, goza ahora de aceptable salud. Pero ahí estuvieron este domingo de febrero echando el cuerpo, la vestimenta y las consignas por delante para dar testimonio de su arrojo. Tampoco hubo acarreo pero sí muchos automóviles estacionados en lugares propicios. Ninguno de los asistentes a esos vastos mítines se sintió en riesgo. Y se puede asegurar, sin temor a equívoco, que los ahí apiñados votarán por X. Gálvez, la abanderada de la coalición opositora (PAN, PRD, PRI). El evento permitió a muchos de los asistentes levantar sus voces cargadas de agresivos pronunciamientos contra la máxima autoridad del país: lo tacharon de narcopresidente. Se hicieron eco de falsas acusaciones recién circuladas con fieras intenciones. No hubo detenido ni apareció algún garrotero, tipo francés, que los atropellara a empujones. Pero sí, ciertos de sus adalides, reclamaron que se les escamoteó la gran bandera central. Un notorio insulto, apreciado como de gran calado que, seguramente, habrán de pregonar en los días por venir. Nadie es dueño, ni siquiera titular de permisos para prestar esa insignia nacional, reclamaron.
Ahora, ahí queda el testimonio de la avanzada de una ciudadanía opositora apreciable en número. El énfasis en esta descripción de los asistentes, de la que hacen gala sus difusores, se hace para distinguirlos de los otros a quienes se califica de pueblo. Una masa informe que tiene titular o representante –simple perrada– para los domingueros protestantes. Estos últimos, por cierto, personas que se aprecian, a sí mismos, de distinguida clase, cuya primera y prístina distinción es la exclusividad de la que gozan. Una descripción definitoria que, además, practican en sus varias y variadas acepciones. Pero hay que dar un paso adelante en este beligerante tiempo de competencias por el poder y la prevalencia de modelos de nación.
Ahí se centra entonces la actualidad nacional. La férrea disputa por quién manda y, sobre todo, para qué se manda. Unos quieren ir al fondo del problema consistente en mirar hacia abajo y a los lados, para identificar a los que han quedado al margen. Otros, por la vuelta a esa forma de otear para arriba y asegurar las oportunidades para los individuos que las merecen. Tal y como lo hicieron por los casi 40 años pasados de profundos cambios constitucionales. Modificaciones de raíz del diseñado pacto revolucionario anterior. No hubo artículo clave de ese proyecto (1917) que quedara a salvo. Todos mutaron su esencia, propósito y destinatario para abrir el cauce a una modernidad que sería para los que la propiciaran, para los que se la apropiaran para su uso, deleite y gozo. Si la democracia, en cambio, se entiende como un sistema de vida fundado para beneficio del pueblo, tal como lo estipuló el texto primigenio, entonces la clara mayoría de mexicanos dirían que la desean y que se ha mejorado con lo que, durante estos cinco años, se ha propuesto y modificado. Y que, cierta parte inconclusa, que todavía puede mejorarse, se encuentra ahí, en esas reformas presidenciales que no quieren aceptarse. Y no lo quieren, porque, como siempre, predican males inminentes por venir, ciertamente catastróficos, si se aprueban. En su decir, se está al borde de un drama de magnitud incalculable y, por eso, se debe salir a la calle, a las plazas, al Congreso y a las elecciones en defensa del pacto neoliberal.
En verdad, la democracia se ha ensanchado, y ahora cubre esa enorme sección de ciudadanos que tenían restringida su participación en los bienes producidos. Las decisiones les pasaban de largo y se instalaban como propias en muy reducidos grupos poblacionales. Muchos de los cuales acompañan y lideran, precisamente, a los protestantes de estos dos mítines habidos. De esos y otros de sus voceros poco hay que añadir, salvo que han sido separados del encauce y accionar del poder político. Suceso que les ha ocasionado dolores y fiebres notables a simple vista y oído. Sin embargo, siguen aferrados a predicar que la democracia que dicen defender es un armazón jurídico de pesos, contrapesos y división de poderes.
Y ahí termina su indignada perorata por los cambios que se piensan introducir. Alertan que éstas y las demás modificaciones ya aprobadas durante este gobierno, conducirán a la concentración excesiva del poder al servicio de autoritarios. Tal y como en verdad sucedió durante la prevalencia del modelo concentrador que tanto defienden.
Las urnas volverán a mostrar, a las claras, la voluntad de esas mayorías que desprecian, pero que ya tienen voces y palancas para usarlas en su provecho. El cambio de régimen prometido es un hecho político innegable. Por eso la ciudadanía apoya decididamente a esta forma de gobierno y votará por su prevalencia.