n el nuevo año los sitios de taxis de Acapulco, Taxco, Chilpancingo y Tixtla pararon sus unidades por los asesinatos de varios compañeros del volante y por las amenazas del crimen organizado. La capital guerrerense se paralizó. La gobernadora hizo mutis y la población quedó como rehén de la delincuencia. La amenaza se multiplicaba en redes sociales: atacarían a los coches y camionetas que circularan con pasaje. Los asesinatos de cuatro choferes y la quema de vehículos marcaron el inicio de las hostilidades. El choque entre Los Tlacos y Los Ardillos era inminente. El gobierno del estado quiso sofocar el fuego con boletines de prensa, minimizando los hechos. El secretario de Educación convocó a clases, como llamando a misa, los niños y jóvenes permanecieron en casa.
Pese al acercamiento de los cuatro obispos de Guerrero con líderes del crimen organizado, fue imposible llegar a un acuerdo por la disputa territorial, que es innegociable. La chispa que amenazaba con prender la mecha en la capital fue el otorgamiento de 135 placas para gente que supuestamente forma parte de una organización criminal. Al final los jefes de los grupos que se disputan la ciudad decidieron pactar una tregua. Fue un acuerdo sostenido con alfileres. Respetarán sus rutas, pero no permitirán la circulación de más unidades con nuevos permisos. Si no se acata el compromiso, Chilpancingo será un infierno.
La renuncia irrevocable de la fiscal general Sandra Luz Valdovinos estuvo precedida de la salida del secretario de Seguridad Pública del estado, el capitán de marina Evelio Méndez, en pleno torbellino de la violencia desatada en Acapulco, Taxco, Iguala y Chilpancingo. Se evidenció que la estrategia de seguridad impulsada por el Ejército es un fracaso. Su hermetismo ha distanciado más a la gente que reclama seguridad. La fiscalía se desfondó porque los familiares de las víctimas no obtuvieron resultados en las decenas de carpetas de investigación. El descrédito fue mayor por la falta de secrecía en las pesquisas, el cohecho y la colusión de algunos agentes con delincuentes. El maltrato a las víctimas es recurrente. La población carga la pesada losa de la impunidad.
Nuestro estado cerró 2023 con mil 688 asesinatos, 24 por ciento más que en 2022 (mil 360 homicidios). En el primer mes de 2024 hay un registro de 117 asesinatos en el estado, nueve fueron mujeres. La violencia se focalizó en Acapulco, Iguala, Taxco y Chilpancingo. En el puerto hay caos, no sólo por la devastación de la ciudad y la precarización de la vida por falta de empleos seguros y por los severos daños de las viviendas, sino por la vida cara y el clima de violencia que sofoca a sus habitantes. Sobre los escombros tratan de reparar las tuberías dañadas. Vivir incómodamente es efecto de Otis. La inseguridad y las amenazas acompañan siempre a quienes tienen que pagar cuota semanal a criminales. Resisten ante el sol quemante y la indiferencia oficial en el estado.
No sólo la furia de los vientos y los remolinos de Otis devastaron los hoteles y las precarias viviendas de Acapulco y Coyuca de Benítez, también la lluvia de balas, de explosivos y drones desquician la vida de las familias que sobreviven en el campo. La proliferación de criminales en la zona serrana del estado, orilló a las comunidades a empuñar las armas. En la comunidad Plan Verde, en San Miguel Totolapan, más de mil 500 personas de 60 comunidades formaron en octubre pasado la organización Pueblos Unidos por la Paz. Saben que el gobierno no enfrentará a la delincuencia. Los mismos militares evaden la confrontación. La asamblea determinó recorrer los ejidos para sacar a los delincuentes. Advirtieron que a quien intente entrar le partirán la madre.
En la Tierra Caliente y zona Norte de Guerrero los municipios de Apaxtla, Teloloapan y comunidades de San Miguel Totolapan están bajo el yugo de La familia michoacana que se disputa las comunidades serranas con Los Tlacos. En estos enclaves las familias huyen de las balaceras y choques cotidianos. La presa del Caracol es uno de los puntos de la confrontación armada. Ya no hay actividad pesquera porque nadie puede usar sus lanchas sin la autorización del jefe de la plaza. Varios pescadores han desaparecido y otros aparecen desfigurados. Las comunidades vecinas padecen el fuego cruzado. No hay otra más que organizarse para la autodefensa o salir con los hijos fuera del estado.
Los funcionarios no conocen las comunidades y menos se interesan en saber lo que padecen. Se guían con el prejuicio de que son parte de las redes criminales. Su inacción propicia que la delincuencia se enseñoree en las regiones abandonadas. A los pueblos les han arrebatado la tranquilidad y la vida apacible del campo.
Las nuevas generaciones no estudian porque están cerradas las escuelas, no trabajan en el campo porque temen ser baleados en el camino. Prefieren endeudarse y contratar un coyote para cruzar la frontera. Las madres de familia son rehenes de los criminales. Las obligan a preparar la comida y a padecer el infierno de la violencia.
En mayo de 2023 se intensificaron los desplazamientos forzados en Nuevo Caracol. La disputa territorial se recrudeció y causó bajas ente los grupos de Los Tlacos y La familia michoacana. La presencia temporal del Ejército no impidió que los armados utilizaran drones para arremeter contra los habitantes de Buenavista de los Hurtado. La gente de Nuevo Caracol y Tetela del Río se organizó e instaló puestos de vigilancia en los cerros. El jueves 4, cerca del mediodía, un grupo de La familia michoacana irrumpió en la comunidad y asesinó a los guardias comunitarios. Arremetieron contra toda la población. Más de 30 personas fueron agredidas, 10 fueron ejecutadas y tres decapitadas. El quiebre de la legalidad amenaza con cruzar el umbral de la barbarie.
* Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan