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Aprender a morir

¿Dogmas o sano criterio?

U

na lectora devota que sólo firma como Julia, desde un cibercafé reclama la insistencia de esta columna en el tema de la muerte digna, como si llevara usted alguna instrucción por parte de un grupo secreto empeñado en ignorar las leyes divinas y con la soberbia de saltarse la voluntad de Dios. Ahí está el detalle, como dijo el clásico. A la capacidad humana del propio discernimiento –juicio, cordura, sensatez– anteponemos dogmas de fe considerados como verdades eternas que fueron reveladas por el mismísimo Dios a algunos, quienes las imponen y difunden desde la religión de su preferencia. Con el debido respeto, señora, ya son demasiados los intermediarios que se amontonan entre Dios y la libertad de cada una de sus criaturas racionales ya que, con perdón de los animalistas igualitarios, los animales no racionales jamás se plantean dilemas teológicos o de fe; su sintiente conciencia no da para tanto. Pontífice, cardenales, obispos, párrocos, teólogos, doctores, guías espirituales, clérigos de numerosas órdenes, confesores y hasta uno que otro sacristán suelen ser consultados por los laicos, ese conjunto de fieles o sencillos, como nos llamó algún autor de la Biblia a los simples mortales sin jerarquía alguna. Así, por un lado se juntan la ignorancia de sí mismos y de su religión y, por otro, la autoridad incuestionable de los representantes de Dios, nombrados por otros representantes de Dios para imponer verdades eternas con el propósito de orientar y someter en nombre de Dios.

Así como no hay un texto bíblico que indique los requisitos para el matrimonio –se alude a las bodas de Canaán con desesperada frecuencia–, tampoco hay una explicación sólida que prohíba disponer de la propia vida en determinadas circunstancias, sino que se advierte: Somos mayordomos, no dueños, de la vida que Dios nos ha confiado. Es decir, seamos buenos administradores de sus pertenencias pero sin desobedecer su supuesta voluntad. Cuando confundimos ética con religión mezclamos valores y dignidad personal con un dogma y una fe impuestos o adquiridos pero no inherentes a la naturaleza humana, por lo que la opción, nunca la imposición, de elegir libremente una muerte anticipada en circunstancias que rebasan la dignidad de la persona, no es sino un acto de libre albedrío orillado por numerosos factores que sobrepasan la teología y el escrúpulo ante mandatos por lo menos dudosos.