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¿La fiesta en paz?

Seis ex presidentes no taurinos y otra delicada iniciativa de ley

S

i hasta don Carlos Slim dice que no le fue bien en el sexenio lopezobradorista y que su monopolio telefónico ya no es negocio; si el papa Francisco abraza y bendice a fascistas, derechistas e izquierdistas, todos creyentes; si delincuencia organizada y fuerzas de seguridad recorren alegres el territorio nacional, imagine el lector cómo le habrá ido a los esforzados concesionarios de la Plaza México –¿cuánto tiempo más?– con los bamboleos judiciales a que ha estado sometido el inmueble, más el torpe silencio –siervos del imperio y del pensamiento único, uníos– de diputados, senadores, partidos políticos y candidatos con respecto a la fiesta de los toros, esa tradición bárbara de pueblos primitivos, no de naciones civilizadas como nosotros.

Los ex presidentes Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña, ¿tuvieron algún gesto de apoyo institucional hacia la fiesta de los toros? Ninguno. Sin declararse antitaurinos, jamás aludieron a la tauromaquia ni como metáfora y nunca osaron pararse en una corrida –les esperaba una rechifla unánime–, como si gobernaran alguna nación anglosajona o, peor, como si acataran sus órdenes con respecto a la tradición taurina de México y tuviesen prohibido mostrar una postura política ante ésta.

Aún no estaban de moda los animalismos emergentes pero, sin recato, los seis mandatarios apoyaron la llamada autorregulación, nociva punta de lanza del neoliberalismo, esa claudicación de los estados nacionales a regular y vigilar la desbocada acumulación de capitales de unos a costa de la mayoría, con el pretexto del libre mercado y el engaño de la libre competencia.

En teoría, autorregulación es la capacidad que posee una empresa para regularse –disciplinarse, comprometerse– a sí misma, lo que exige un espontáneo y maduro equilibrio entre las utilidades buscadas y la responsabilidad empresarial y social que tiene, sin intervención de ninguna autoridad en ese proceso de autorregulación. Ya en la práctica fue otra cosa, pues el gran capital encontró una veta de oro al convertir en sus cómplices a quienes debían vigilarlo.

En junio de 2000 Andrés Manuel López Obrador, antes de ganar la Jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal, declaró a la revista Proceso: En los toros, como en cualquier otro renglón de la vida pública, es injustificable toda omisión por parte de la autoridad... no estamos hablando de taurinismo o de antitaurinismo, sino de algo muchísimo más importante para la salud de una comunidad: el compromiso con la ley... Si a los empresarios no les interesa o no les conviene acatar lo establecido por la ley, pues que cierren sus plazas y cambien de giro porque las leyes no se hacen para justificar la incompetencia de nadie.

No cerraron sus plazas, sino que su idea de autorregulación se movió en el callejón y aquellos propósitos de legalidad se diluyeron en amiguismos y estímulos del entonces duopolio taurino con las autoridades, negligentes u omisas de todos los niveles en sucesivas administraciones, y leyes y reglamentos fueron letra muerta, precisamente para justificar diversas incompetencias de los taurinos, no de los hoy subsidiados antis.

Deberán hilar muy fino los metidos a legisladores y escuchar, con responsabilidad y madurez democrática, a las partes afectadas ante otra iniciativa con proyecto de decreto por el que se reforman los artículos 3, 4 y 73 de la Constitución en materia de protección y cuidado animal no racional, se entiende, que para proteger a los racionales están la policía, el Ejército, la Marina y la Guardia Nacional, ¿o no?