Dentro de la actual etapa de revaluación de las surrealistas, el Museo Nivola de Orani, en Cerdeña, monta una retrospectiva de la pintora italiana
Martes 13 de febrero de 2024, p. 3
Nuoro. La reciente valorización de las artistas surrealistas incluye la primera retrospectiva dedicada a la italiana Bona Tibertelli (1926-2000). El Museo Nivola de Orani, en la isla de Cerdeña, es el anfitrión y remedia el vacío crítico y expositivo posterior a su muerte, a lo largo de 70 obras que recorren 40 años de actividad.
La exposición, que permanecerá hasta el 5 de marzo, se titula Bona de Mandiargues: Rehacer el mundo, y está curada por Giuliana Altea, Antonella Camarda, Luca Cheri y Caterina Ghisu.
Altea, presidenta de la Fundación Nivola y profesora de la Universidad de Sassari, en diálogo con La Jornada explica que la muestra se realizó en Cerdeña, porque ahí vive Sybille (1967), única hija de Bona y André Pieyre de Mandiargues, quien resguarda gran parte de la obra y el archivo de la pintora.
Nacida en Roma en 1926, Bona Tibertelli creció cerca de Módena, en el norte de Italia. Tuvo una infancia aventurada y violenta, lo cual le generó turbaciones permanentes en su vida
, señala Giuliana Altea. La novela póstuma Vivre en herbe (Vivir en la hierba), publicada en 2001, relata su infancia.
La admiración por su tío Filippo de Pisis (1896-1956), pionero del arte metafísico, guio a Bona al arte, por lo que se trasladó a Venecia, donde frecuentó la Academia de Bellas Artes. En 1947, en París, dio inicio a su carrera artística con De Pisis, quien la introdujo en los círculos intelectuales, donde conoció a notables figuras como el escritor francés André Pieyre de Mandiargues, con quien se casó en 1950, adoptó su apellido y se integró al círculo surrealista parisino.
Después de una larga relación con Octavio Paz, se divorció de André en 1961, cuando inició un romance con el artista Francisco Toledo. En 1967, después de la definitiva ruptura con el grabador, se casó por segunda vez con De Mandiargues.
“De Pisis introdujo a Bona no sólo en la pintura de Giorgio de Chirico, sino en el arte medieval y renacentista italiano. En obras de los primeros años 50, como La bóveda y El gran nasicornio, en línea con la metafísica, Bona yuxtapone objetos heterogéneos, como una niña diminuta junto a inmensos motivos naturales, obras que Alain Jouffroy llamó ‘Alicia en el país de los monstruos’. La minucia de su pintura pudo debérsela, en parte, a su querida amiga Leonor Fini”, señala Altea.
Bona colaboró con Sandro Zanotto en la publicación póstuma de diversos escritos de su tío, como Ver-Vert (1984), diario romano donde él acepta su homosexualidad.
Ensamblajes textiles
Al morir De Pisis, su sobrina se adentra en la abstracción y se interesa por la gestualidad libre y la experimentación de materiales del arte informalista, sobre todo por Alberto Burri. Altea recuerda cómo un conducto para conocer a Burri pudo ser Pieyre, también crítico de arte consagrado, quien dedicó un ensayo al italiano en aquellos años
.
Sus pinturas de ese tiempo son matéricas y reproducen texturas, como Violación de la sepultura (1959), donde se vislumbra una especie de hilo amarillo que une dos franjas abiertas y replica su nueva técnica, el assemblage, su marca de fábrica
, donde aplica al lienzo, telas recortadas y cosidas. Toro nupcial (1958) es ejemplo de una obra entre abstracta y figurativa.
Altea resalta de qué manera Bona “redescubre su inclinación narrativa al incorporar imágenes simbólicas y fantásticas, como en Tríptico del nacimiento (1965), una de sus obras más importantes. Al principio, tomaba las telas de trajes del marido, aunque después las recogía de los deshechos de las tipografías del Marais en París, donde vivía. En otras obras mezcló los textiles y pintura”.
Se interesó también por el arte de Enrico Baj (1924-2003), quien trabajó con textiles y que fue, junto con Bona, uno de los pocos artistas italianos cercanos al surrealismo al plasmar su retrato en Monsieur Teste (1974), de Valery.
Giuliana Altea especifica que se cuentan unas 700 obras de su producción y que prepara, junto con Camarda, la primera monografía de la artista. Destaca de qué forma Bona “alternó fases de actividad frenética y de inmovilidad debido a fuertes crisis sicóticas. Exploró la dimensión de la locura en su arte, que consideró, según sus palabras, ‘algo sublime, heroico, verdaderamente rebelde contra la sociedad’”.
Bona forma parte de la segunda generación de mujeres surrealistas (1945-1966), época que, según Altea, experimenta una revaluación, ya que ha quedado en la penumbra en comparación con el periodo inicial del movimiento. En esta segunda etapa, emerge la notable contribución de las artistas al surrealismo
.
En Arcane 17 (1945), André Breton marcó la importancia de la mujer como fuerza vital para la regeneración de la humanidad. Además, muestra interés en la dimensión oculta y fantástica, al explorar el totemismo animal. En sintonía con estas ideas, la artista adoptó el caracol como símbolo conciliador de opuestos en sus obras a partir de los años 70, tema que Italo Calvino delineó en una exposición de la artista en Roma, en 1973.
La pintora conoció México, donde pasó largos periodos y expuso en tres ocasiones. La primera, por invitación de Paz en la galería Antonio Souza, en 1958, impulsora del llamado movimiento de la Ruptura. Al año siguiente, en este mismo espacio, el entonces adolescente Toledo expuso por primera vez, estrenando su carrera artística.
Paz presentó la exposición y describió el arte de Bona como pájaro de dos cabezas, como los chinos simbolizan el amor
: una dualidad compuesta de fuego, activa, y la otra inmóvil. La primera, conductora de una metamorfosis de las formas, donde, según Paz, al creer tocar un cuerpo, tocamos una cascada de llamas
, mientras la otra nos sumerge en una tierra mineral del sueño sin sueño
.
Dos años después, De Mandiargues presentó una exposición de Bona en París, que describió como pintura dual de fuego y noche
, trágica, no pesimista, y la sintetizó como pintura elizabethiana
.
Ménage à quatre
Guillermo Sheridan, en Los idilios salvajes (Era, 2016), tercer volumen de la biografía de Paz, narra detalladamente la apasionada y lacerante relación del poeta con Bona, que se complicó cuando ella se enamoró de Toledo, en 1961. Después de que ella lo alcanzara en India en 1963, donde era embajador, terminaron su relación, y Paz llevó a cabo una damnatio memoriae, eliminando incluso las dedicatorias de sus libros.
Bona era 15 años mayor que Toledo; desempeñó un papel preponderante en su apoyo, aprovechando las conexiones con André y Paz. Altea señala que, a través de las cartas, sabemos que Bona solicitó a Octavio Paz que ayudara a Toledo en aspectos como encontrar alojamiento, promover su obra mediante reseñas críticas y establecer contactos con galerías. Además, se ha dicho que Bona aconsejó al artista oaxaqueño que enfatizara su identidad indígena, incluyendo los cambios en su vestimenta, que Paz tanto criticó
.
Paz y Toledo tuvieron una relación crispada. Mientras el primero nunca encontró media hora para escribir sobre Toledo
y éste lo llamaba el insecto, De Mandiargues consideró al juchiteco uno de los más fecundos creadores de imágenes que la historia del arte jamás había conocido
.
En 1964, André Pieyre escribió para la prestigiosa revista XXe siècle uno de los textos más populares y reproducidos sobre Toledo, el cual se incluyó en la gran retrospectiva del Museo de Arte Moderno de México, y donde lo definía como mago de la forma
, que transforma en frescura y novedad todo lo que crea. Esa facultad, según el escritor, era herencia del legado de su pueblo y de las tradiciones prehispánicas.
La conexión entre Bona y André fue permanente; tenían una relación abierta, ya que Pieyre también mantenía amoríos con otras mujeres, como la poeta surrealista Joyce Mansour, quien empujó a Bona al divorcio, cuando a su vez ésta tenía un largo romance con Paz.
La entrevistada subraya que “el matrimonio con André Pieyre tuvo importantes repercusiones en el ámbito artístico para ambos. Ella representó a muchas de las heroínas de su marido, empezando por la protagonista de la novela Le lis de mer (El lirio de mar), de 1956, ambientada en Siniscola, Cerdeña, aldea remota donde pasaban sus vacaciones. Por su parte, ella le inculcó su amor por el mundo natural, comenzando por los insectos, que adoraba”.
Con Toledo la relación fue pasional y borrascosa. Tras el regreso de Bona a México, en 1966, ella expuso por segunda vez en la galería de Souza El hombre y su forro. Ese año rompieron definitivamente, lo que inspiró a ella el cuento La cafarde (La cucaracha, 1966).
Altea recuerda que a pesar de ello “mantuvieron una amistad permanente. Para Bona fue el amor de su vida. En la autobiografía Bonaventure (1977), escribe: Toledo - palabra mágica, palabra que puede significar el universo
.
Varias obras de Bona que se exhiben en el Nivola de Orani reflejan un vínculo evidente con Toledo, como se observa en Historia de familia (1967), donde representa una tehuana, y le dedica el cuadro de estilo metafísico El gallo Toledo (1975).
Ambos hicieron una pintura poblada de criaturas quiméricas, exploraron técnicas diversas, se interesaron por el arte primitivo y espontáneo de Jean Dubuffet (1901- 1985), pero, sobre todo, realizaron pintura erótica. Cabe recordar al respecto el cortometraje de Walerian Borowczyk titulado Escargot de Venus: La excentricidad cinematográfica (1975), realizado con dibujos de Bona, disponible en Youtube.
La última muestra de Bona en México fue en la galería Arvil en 1980. En entrevista, Armando Colina afirma que fue un fracaso, nadie fue a verla y estaba muy desconcertada. El único que adquirió una obra fue Marcos Micha
. Altea señala al respecto que esto fue el resultado de “la hostilidad de Paz y del círculo de su revista, Vuelta”.
La obra de Bona abre una página inédita en la historia del surrealismo y de las relaciones artísticas entre la cultura mexicana y europea, que se espera sea profundizada y valorada.