ostro prístino en iris azabache y líneas de grosor del cielo, así de abiertas. Los libros hasta el techo se aburren esperando ser leídos. Los muros desnudos en cambio bailan twist por las calzadas y los callejones. La música pertinaz con los zurrones cargados de lluvia. Un burro ficticio carga piñas y papayas. Un triste burro real carga espinas y lágrimas. Rayoneado por las motocicletas el sendero rechina, ruge, tose negras estelas que muerden los párpados.
Manos de seda que tientan las páginas del pensamiento profundo, exploran la certeza y se agitan contra la rama dorada bella pero falsa. Inquietas falenas en busca de un roce al que no se atreven si lo encuentran.
Labios serenos humedecen sin darse cuenta, sonríen finos como estampa japonesa antes de abrir lugar a las palabras.
1. El de las ideas
Tiene muchas ideas en la cabeza. Supone no ser el único. Demasiadas. Para colmo, echan raíces y se expanden como locas lejos de él sin su permiso y para nada. Bola de inútiles.
No sabe dónde comienzan, y menos dónde terminan, a qué conducen, de qué están hechas.
Su dispersión bajo el signo de Saturno. La fragmentación del cristalino. La última carcajada de las bocas más primeras, tatarabuelas del lenguaje. La voz de la conciencia de alguien que no conoce.
Si eso lo exculpara, santo y bueno, pero no le resta responsabilidad ni aligera el peso de esa cascada delincuencial que no respeta leyes, reglamentos ni indicaciones del personal autorizado.
Pediría auxilio si pudiera. Acudiría a la atención clínica profesional. Se entregaría a las autoridades. Pondría sus barbas a remojar, pero cada día hay menos agua.
No tiene idea de qué le pasa. Como siempre. Nunca ha sabido. ¿Por qué no cae un rayo y lo detiene?
2. El insubordinado
Antes de saber qué era la obediencia decidiste desobedecer sistemáticamente. Fue un error, claro, pero nunca lo reconocerías. Es demasiado tarde además.
¿Te acuerdas del patio amurallado en la primaria, donde te confinaban en ayunas todo el turno vespertino hasta el anochecer por las faltas cometidas, las que fueran, en la primera parte del día? De pie. En silencio. Sin suéter. Jamás escarmentabas, no pedías disculpas, no rezabas la penitencia que te ordenaba el cura, no te arrepentías de lo confesado ni lo inconfesable.
Odiabas obedecer, a un grado irracional. Acometías cualquier obligación con la reticencia por delante. Y un plan B que sólo tú conocías.
Te escurrías, pez nervudo, musculoso, húmedo, taimado. Campeón regional varias veces en lo de nadar de muertito, la de medallas baratas que te dieron. Ni para empeñar te han servido.
Veías un letrero de prohibido, una señal con tache rojo, una calavera de veneno, alta tensión o precipicio, y haz de cuenta que fueran invitaciones.
Por puro llevar la contraria tomabas el camino más largo, el más pedregoso, el equivocado. En cuántas ocasiones fuiste a dar a otra parte y desembocaste en historias que no te correspondían.
Impermeable a los consejos, a salvo de la mejor opinión, te saltabas las moralejas de las fábulas y los instructivos de los aparatos, y cuando todo se iba al carajo te hacías el sorprendido. ¿O te sorprendías de veras? Eres capaz. Con tu memoria de chorlito.
Seguías la voluntad caprichosa de los antojos, las corazonadas, los espejismos, las infatuaciones, las fantasías más desquiciadas, cualquier berrinche que te ofuscara, cualquier entusiasmo sin fundamento.
Como quien no sabe obedecer tampoco sabe mandar, nunca conociste el inmenso placer de ser obedecido y temido. Si no te la creías, cómo te habrías impuesto.
Te bastaba con salirte con la tuya y esconder las heridas de la fatalidad. Mal que bien aprendiste que hay cosas irremediables y ahí sí ni modo.
3. De que te quieran
Por qué decir que no te importa que te quieran si es lo único que quieres y qué de raro tiene si eso es todo lo que todos en este mundo quieren. En el otro no sé.
Que no buscas fama cuando fama es lo único que te queda de aquella suntuosa embarcación que tripulaste con los tuyos y los suyos hacia lejanas costas aún no cartografiadas.
Que no tienes hambre ni sed y menos sed de vino, que no deseas la carne tibia del deseo, que no sueñas con ver tus sueños cumplidos, que no morirías si pudieras pero no vivirías cien años aunque te pagaran por hacerlo.
Por qué con un demonio pones esa cara, la del ángel que dejaste de ser en tiempos que, admítelo, has olvidado por completo en la demencia que malcubre tu cobardía. Por qué predicas con el ejemplo puras cosas que desconoces, virtudes que nunca tuviste, bellezas que fuiste incapaz de crear, emociones ajenas a tu corazón agrietado.
Tú que no amaste otra cosa que el reflejo de tu sombra en los aparadores y en el triste azogue de los cuerpos que no supiste ver a tiempo cuando te amaron desinteresadamente.
Sí, tú, no te hagas, admite que la vergüenza, la culpa y la decencia del remordimiento apenas rozaron tus nervios. Tú que viviste con los puños apretados ahora te presentas como la profecía de un mundo luminoso sin cadenas.
Has fingido demasiado, abusaste del candor, la confianza, la ternura que te dieron inmerecidamente quienes hoy quisieran olvidarte.
Qué esperabas, para ti no quedan ya ni luz ni agua, ni un trapo en el rincón para que te eches a lamer tus heridas, perro de Kafka.